Escribo esto poco después de haber sido robado. No es un escrito de queja contra el Municipio, sino de preocupación social. Fue mi primera vez como víctima de aquello que, injustamente, se conoce como el oficio más antiguo del mundo. Y lo extraño es que en mí no hubo pánico ni desesperación, ni siquiera impotencia. Y esa es mi verdadera inquietud.
Debería haber temblado, gritado, sentido enojo. Sin embargo, no me inmuté. Lo vi de frente, él me vio a mí, nos reconocimos en ese segundo. Me sacó el teléfono y se fue, así de sencillo.
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Basura regada en Florida Norte, en Guayaquil
En palabras más serias, mi preocupación no es el robo —que no es un mal nuevo para la ciudad— sino la calma con la que lo asumí. No me sentí indignado. Simplemente acepté que había perdido lo mío, que recuperarlo ya no era una opción, y caminé a la compañía telefónica a recuperar mi número como si nada hubiese sucedido.
Lo preocupante, insisto, no es el robo: es la resignación. La certeza interiorizada de que, por más denuncia que uno ponga, no habrá solución. La pérdida de fe en el sistema, la naturalización de lo que debería indignarnos.
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Falta de limpieza y sus consecuencias en la salud
Pienso en esto: ¿qué tan bajo hemos llegado para no afectarnos por lo que nos daña? Es como un esclavo que asume los golpes de su amo, o un niño en la calle que acepta vender en los semáforos porque su madre no lo deja ir a la escuela. ¿En qué punto dejamos de reaccionar? ¿Qué tan mal estamos que lo malo ya no nos inmuta?
Poco después, de regreso a casa, pasé frente al Cementerio General de la ciudad. Allí, en plena entrada, yacía un hombre ya hecho cadáver, escena de primera plana frente a mí. ¿Cuál fue mi reacción? La misma que con el robo: el desinterés de quien sabe que es un día más en Guayaquil y que es probable que suceda de nuevo. (O)
Jay Raúl Luzuriaga Guerrero, Guayaquil