La pandemia del coronavirus sigue sembrando a su paso incertidumbre, dolor y muerte. A nivel mundial se contabilizan hasta el momento 103 millones de casos confirmados de la enfermedad, 2,22 millones de muertes y 56,9 millones de personas recuperadas.
Lo que se inició como un problema de salud focalizado –hace ya algo más de un año– en la ciudad de Wuhan (China), luego tomó una dimensión planetaria como resultado de una aldea global interdependiente que moviliza a las personas a una gran velocidad producto de las modernas y efectivas redes de transporte y comunicación existentes, desplazando consecuentemente también al virus, el cual se diseminó con gran facilidad, provocando que la crisis se traslade hacia todos los continentes.
Este enemigo invisible ejerció y sigue colocando presión a todos los sistemas sanitarios de los países, los que en muchos casos no han podido dar respuestas suficientes para enfrentar a la enfermedad COVID-19. A esto se suma un desplome sin parangón de las economías como resultante del decrecimiento del producto mundial, lo cual se refleja con mayores y diferentes niveles de afectación en pérdida de ingresos de la población, desempleo, pobreza y desigualdad.
Si bien el coronavirus afecta a todas las personas sin mediar distinciones económicas o clases sociales, no menos cierto es que los países pobres tienen evidentes dificultades para lidiar con este asunto que ocupa –o debería ocupar– la agenda de prioridades de los gobiernos. Es claro que los en Estados que no han tenido sistemas de salud debidamente fortalecidos o países sin reservas de las cuales echar mano en momentos de adversidad, como es el caso de Ecuador, (añadido a la actitud cachacienta del actual y saliente gobierno) la lucha contra el coronavirus se ha tornado bastante compleja.
En este punto, el mundo a pesar de las adversidades y del aparecimiento de nuevas cepas, como las variantes de Reino Unido, Sudáfrica, Brasil y de California, que suman más interrogantes desde el ámbito científico, no obstante, ha puesto su optimismo y esperanza en la aplicación de las vacunas contra el coronavirus.
Sin embargo, también en este punto no hay ni habrá igualdad entre los países. El acceso a una vacuna no será igual para todos.
De las dosis que se producirán en el año 2021, el 51 % del total, es decir, más de la mitad, irá para los países ricos que concentran el 14 % de la población mundial; y el restante 49 %, para los otros, por lo que se avizora una gran demanda insatisfecha que deberá ser atendida, si se actúa con racionalidad, acudiendo a la solidaridad de los países industrializados hacia las economías en desarrollo.
Así las cosas, con la llegada a Ecuador de un reducido número de dosis, el tema de la inmunización en la población está aún lejos de haberse garantizado y menos con el actual gobierno que hasta en la distribución de las vacunas ha levantado polvareda. Un desafío del nuevo régimen será conseguir de manera prioritaria y urgente el mayor número de vacunas para la gente. De lo contrario, seguiremos en ese oscuro túnel donde la muerte se cierne por todo lado. (O)