¿Alguna vez han recogido una roca que les llamó la atención mientras caminaban en la playa, bosque o cerca de un río? Existen aquellas que nos atraen como un imán y debemos levantarlas para examinarlas con mucha atención. A veces las devolvemos a su lugar, otras las llevamos con nosotros, o incluso provocan juegos como lanzarlas haciéndolas saltar sobre la superficie del agua o aventarlas pidiendo un deseo como si fueran monedas.

También despiertan nuestro lado artístico e inspiran torres equilibradas –cairn o hito– que desafían la gravedad y señalan el camino. En cualquier escenario, las rocas y estructuras de piedras despiertan en nosotros sensaciones de seguridad, resistencia, pero sobre todo un sentido de eternidad. Desde nuestros comienzos hemos sabido esto, por eso existen aún monumentos de piedra con más de 4.000 años de antigüedad, por ejemplo, Stonehenge; o menos antiguos, los moais de Isla de Pascua. En Ecuador existen asentamientos como Ingapirca, en Cañar, y Ruinas de Jaboncillo, en Manabí, estas últimas serían más extensas que Machu Picchu y siguen siendo ‘el secreto mejor guardado del Ecuador’. Así, una infinidad de estructuras que son sagradas para distintas civilizaciones que no coincidían ni en tiempo ni en espacio, pero en su sabiduría guardaban un conocimiento colectivo: la necesidad de expresar su conexión con lo divino y rendir homenaje a ciertos lugares usando estos elementos naturales.

No solo estructuras de piedra hechas por el hombre tienen la capacidad de asombrarnos. La naturaleza tiene su propia manera de usar las rocas para comunicarnos sus secretos. En los ríos, las rocas marcan el caudal, la caída y el compás del agua. Puede ser este armonioso y relajante o fuerte e intimidante como cascadas y cataratas.

Existen también los monolitos –estructuras de piedra homogénea en su composición– que se levantan en medio de llanuras, cual una montaña solitaria, como el caso del Uluru en Australia. Esta roca en medio del desierto marca el centro del país y es conocido como el ‘ombligo del mundo’. El Uluru sirvió de refugio para los anangu, quienes vivían en sus cuevas, bebían el agua que se empozaba alrededor cuando llovía y cazaban cualquier animal que se acercara a calmar su sed. Al amanecer/atardecer el Uluru cambia de un color naranja intenso a rojos, rosados y púrpuras según los rayos del sol. Estando en su presencia se hace evidente por qué para los aborígenes australianos es sagrado. Incluso, aún las paredes de sus cuevas guardan las pinturas que narran su origen mítico.

Las piedras y rocas tienen su propio lenguaje e historia que contar. Es una historia que se entrelaza con la nuestra y está llena de viajes: muchas veces el lugar donde las encontramos no es su hogar original. Las rocas traen con ellas conocimiento y relatos de otros sitios que podemos descifrar si las leemos y escuchamos con atención y paciencia. Así mismo, simbolizan una base sólida sobre la cual podemos construir. Aseguremos nuestras bases para poder levantar estructuras que se eleven resistiendo el paso del tiempo, elementos del clima y catástrofes, sirviendo de refugio y mensaje para las generaciones futuras. (O)