Solía, al finalizar un año, escribir una columna de despedida. Procuraba, siempre, rendir homenaje a las personas que se fueron, los seres queridos, los amigos, los artistas o personajes que, en algún momento de mi vida, me acompañaron. Sobre todo, me dolía la partida de los músicos, porque tiendo a acostumbrarme demasiado a su existencia física, como si su voz fuera a abandonarme. Nunca me abandona la voz de mis músicos amados, como la de Luis Eduardo Aute, que murió este año. En cualquier caso, en esta columna, que es de año nuevo, sería imposible mencionar todas las pérdidas. El 2020, como los heraldos negros en los que pensaba César Vallejo, nos dio golpes muy fuertes. Brutales.

Y creo, o eso quiero pensar, que nos dio cierta conciencia sobre la fragilidad de la vida, de los cuerpos, de las sociedades y sus sistemas de organización. La fragilidad del mismo poder. Y nos dio certeza sobre la realidad implacable del no poder. Del no poder respirar. Del no poder resistir. Del no poder morir cuando se ha perdido todo y, sin embargo, se sigue en la tierra. Esa circunstancia, pienso, es definitiva. Si puedo escribir esta columna, y si ustedes pueden leerla, seguimos aquí. Pese a todo, seguimos aquí. Y, sinceramente, no sé por qué. ¿Será la suerte? ¿Será el destino? Supongo que algún día lo podremos saber, quizá. Como nunca, en este año he aprendido a valorar la vida, a mis padres, a mis abuelos, a mis amigos que siguen vivos. Y también a recordar a los muertos, a desear su paz.

La muerte nos pertenece a todos. Es el destino que compartirnos inevitablemente. Algún día nos llegará. Tarde o temprano. De un modo u otro. Cuando me siento a escribir me gusta pensar que lo que escribo también tiene vida, y al tener vida, también tiene su tiempo. Lo que escribo, por eso, morirá. Hay textos, como estas columnas, cuya vida es efímera. El 2020 me permitió, como una forma personal de enfrentar el horror que envolvió a la humanidad, ver impreso mi libro de no ficción. Su vida me ha alegrado inmensamente. Pero mi libro, algún día, también desaparecerá. Nuestro destino, el de los seres vivos, no es ser memoria, es ser olvido. Y en el olvido estará, creo, la paz.

No tengo mucho más que decir sobre el año pasado. La humanidad, que tampoco es tan joven, ha tenido momentos peores, y sólo la resiliencia nos ha permitido levantarnos, como lo estamos haciendo. Soy un ferviente creyente de la ciencia: espero pronto la vacuna. Pero sí quiero aprovechar este momento, el inicio de este nuevo año 2021, para celebrar la vida de mis lectores, de sus familias, de sus seres más queridos. Esta columna es un espacio de encuentro, de constante conversación, espero que de reflexión. No sé cuantos somos los que nos encontramos aquí. Pero cuando me siento, frente a la pantalla, puedo imaginarlos. Gracias por cuestionarme, por sentir acuerdo o ira con mis ideas, por volver a mis palabras el siguiente domingo o decirme adiós. Quizá la pandemia me quitó lectores. Y esa también es una despedida que duele. Pero ustedes siguen aquí, seguimos. Gracias por estar vivos y por leerme. Gracias por volverse mis amigos o seguir siendo mis amigos pese a leerme. Algún día, quizá, sabremos porqué seguimos aquí.

Por lo demás, debo confesar que en los momentos más brutales de la pandemia, cuando Guayaquil vivió días de horror y todo era incertidumbre, solo la Cordillera de los Andes me permitió mantener la lucidez y la calma. Estaba en Nueva York, sin saber cuándo iba a volver a mi país. Recordé de la novela Memorias de Andrés Chiliquinda, de Carlos Arcos Cabrera, la escena en que el protagonista está, como estaba yo, en la ciudad de los rascacielos y se siente perdido. Compra una vela y una fosforera y se encierra en su cuarto, en el sector de la Universidad de Columbia. Y dice: “Shamuy, shamuy…, Mojandilla…lla…, Yanahurquito…, Tunguragua urcu…”. Luego comenta: “Estaban lejos pero me escuchaban y me acompañaban también; se hallaban en mi mismo corazón, eso era mi sentimiento.” Así, de esa manera, estuvo en mi mente la imagen diáfana del volcán Pichincha, que jamás me abandona. Nunca, durante mis viajes o mis extravíos, se va el Pichincha de mi vida. Apu, en kichwa, significa Dios y señor de la montaña, espíritu tutelar y protector. Son los cerros. Lo han sido antes, durante y después de los incas. Y lo seguirán siendo. (O)