El primer día del año siempre es tiempo de promesas y expectativas, momento en que nos convencemos de que el futuro será radicalmente distinto a nuestro pasado y que por un acto de pura voluntad nuestras vidas cambiarán en un parpadeo. El Año Nuevo, más que ninguna otra fecha, pone de manifiesto nuestra convicción cultural de que un acto de pura volición es capaz de borrar nuestra historia de un plumazo, dejando delante nuestro una hoja en blanco sobre la cual escribir y transformándonos así en dueños de nuestro destino.
Las filosofías orientales quizá nos provean una visión más sobria sobre la naturaleza del cambio. Muchas de estas cosmovisiones conciben al universo como una gran rueda, la “rueda del samsara”, donde toda nueva vida siempre nace de una vida anterior en un ciclo eterno de nacimiento, vida, muerte y renacimiento sin principio ni final discernible. Nada proviene de la nada, sino que cada nuevo ciclo nace de las semillas del ciclo anterior, por lo que el futuro nunca es independiente del pasado. Estamos donde estamos por la suma de decisiones que tomamos y experiencias que vivimos. Lo que cosechamos hoy fue sembrado ayer.
No es necesario creer literalmente en el karma, la reencarnación o en un universo cíclico para apreciar que el concepto de samsara tiene importantes lecciones que darnos. Nuestra cultura del “new year, new me”, la idea de que podemos simplemente chasquear los dedos para volver a crearnos ex nihilo”, irónicamente puede hacer más difícil que cambiemos. Creernos independientes de nuestro pasado paradójicamente nos hace más esclavos de él, pues esta suposición fácilmente engendra la idea de que la mejor forma de resolver los problemas que cargamos a nuestras espaldas es ignorarlos en vez de hacerles frente. Esta actitud, lejos de liberarnos, causará que volvamos a plantar las mismas semillas que plantamos el ciclo anterior, asegurándonos que nuestro futuro sea simplemente una repetición más de nuestro pasado.
El 2020 fue uno de los años más nefastos en nuestra historia moderna, año que ha puesto al desnudo muchas de las falencias de nuestra sociedad. Ha revelado cómo los discursos populistas y demagogos son capaces de prosperar incluso en naciones avanzadas, ha dejado claro cómo nuestras redes sociales fácilmente pueden volverse caldo de cultivo de teorías de conspiración y campañas de desinformación, y nos ha revelado la cada vez más complicada relación que tenemos con el mundo natural. En nuestra realidad ecuatoriana, el año 2020 ha puesto de manifiesto la profundidad de la corrupción en nuestras instituciones, las catastróficas falencias de nuestro sistema de salud, nuestra falta de solidaridad y la incompetencia de nuestros dirigentes.
Ninguno de estos problemas tuvo su génesis en el año 2020. Las semillas de aquellos fueron plantadas muchísimo antes y sus efectos ciertamente nos acompañarán durante el 2021. Si lo que realmente deseamos es cambiar, es momento de dejar de ignorar estos problemas y afrontarlos de frente. De lo contrario simplemente volveremos a plantar una vez más la misma cosecha, y la rueda del samsara solo girará una vez más. (O)