Soy tan torpe que ando estirando la mano a los perrillos que encuentro en mi camino. Muchas veces encuentro cabecitas enhiestas pero dóciles que responden favorablemente a la caricia. A veces, tengo que retirar el gesto con presteza porque unos colmillos poco amigables me demuestran que sus dueños desconfían del contacto. Así avanzamos quienes tenemos el corazón tomado por el amor a los perros. Jamás me pasan inadvertidos cuando camino por la calle; me quedo pegada al zalamero que me saluda al ingresar a una casa, me conmueven las fotografías, los calendarios con sus imágenes, lloro con cualquier película donde son protagonistas y ellos sufren o se mueren. Vivo con dos preciosas criaturas de caras chatas y patitas torcidas.

En un mundo perfecto, los animales tendrían derechos y vivirían de acuerdo con su especie. Los reconocidos como domésticos –por comportamiento propio o por domesticación que ha alterado su morfología y movimientos a costa de cautiverio– están para acompañar a los seres humanos en una cantidad restringida de acciones. De ese grupo emergen perros y gatos, las mascotas por excelencia, refugiadas en hogares que les dan trato cariñoso y puesto merecido.

¿Qué entrega uno de estos bichitos a la convivencia? Toda una gama de experiencias que educan y refinan la conducta humana. Educan la responsabilidad, porque el hecho de que sean seres dependientes de nuestro cuidado imponen horario y exigen dosis de atención en términos fijos. Producen la más horizontal sensación del afecto correspondido: el amor canino es elocuente, expansivo, juguetón y es donado sin medida; nuestra mascota nunca está de mal ánimo, ni cansada ni desatenta a ese rostro que escruta bastante a menudo. La mirada de un perro concentra misteriosos mundos que tal vez no sabemos interpretar. Esas criaturas no sienten nunca que envejecemos, nos ponemos gordos o feos, que estamos maltrajeados o nos dejamos arrebatar por el desaliento. Al contrario, insuflan con el vigor de verdadera devoción (palabra que a algún ortodoxo le parecerá inadecuada), razones para recuperarnos.

En este contexto, recibir casi a diario las noticias de que “se extraviaron” –y soy muy crítica con el uso impersonal de ese “se” que exculpa a quien tenía el deber de cuidarlos– o son abandonados en implacables condiciones, me hace pensar una incomprensión básica sobre el valor de los seres vivos. La supremacía humana en la escala de lo vivo –más de fuente religiosa que científica– hace que el desafecto, el maltrato y la crueldad con los animales no lastimen las conciencias y se realicen acciones dignas de total rechazo. Esas camadas de cachorros abandonadas en las zanjas, en los basureros, en las veras de los caminos exponen crudamente una irreverente incomprensión de la naturaleza y una frialdad absoluta para eliminar seres que sienten con sistemas nerviosos ricos y completos.

Se me objetará que también hay bebés y niños que sufren igual desprendimiento de seres y sociedades que los traen al mundo. Vayan para ellos parecidos reclamos, angustiada solidaridad. Por ahora, pienso en los animales, en esos maravillosos eslabones de la cadena vital que son blancos de subvaloración, menoscabo y hasta odio. Y defiendo con pasión la creciente defensa de sus derechos. (O)