La próxima semana volveremos a celebrar la Navidad, un acontecimiento que pocos tratamos de entender preocupados por las reuniones y los regalos. La profundidad del misterio cede ante lo superficial y a veces no preguntamos más. ¿Por qué nació Jesús en Belén si sus padres vivían en Nazareth? Los judíos eran parte del Imperio romano y el César Octaviano Augusto había ordenado un censo para saber cuántos habitantes tenía. Posiblemente para ordenar levas y completar las legiones que habían sido mermadas por las últimas guerras civiles, desde la de César y Pompeyo. Los romanos eran ordenados y llevaban cuenta de todo. Los habitantes del imperio debían acudir a la ciudad de sus ancestros y Belén era la de José, de la familia del rey David. Por tal razón tuvo que emprender el viaje a pie y cuando llegaron a Belén las posadas estaban llenas y no había sitio para esa pareja que no parecía tener mucho dinero. Buscaron un lugar para que María diera a luz y solo encontraron ese pesebre humilde donde tuvo lugar el parto. María sabía todo lo concerniente y fue ayudada por su marido. Venía preparada y tenía pañales y lo envolvió. Tal vez ellos mismos cortaron el cordón umbilical y limpiaron al recién nacido. María era muy joven, tal vez menor de 15. En aquellos días las mujeres iban “de la cuna al tálamo”. Pero esas niñas eran instruidas por sus madres o por otras mujeres de la familia. Fue un parto sin problemas.

Cuando ese niño se hizo hombre demostró una sabiduría sobrenatural. Su doctrina fue la más revolucionaria que se ha predicado en la historia. En una sociedad esclavista, sostener que todos los seres humanos son iguales y hermanos porque son hijos del mismo Padre era totalmente inédito, sin parangón. Atacaba la esencia del sistema productivo cuya base era el trabajo de los esclavos y los artesanos. Además, era monoteísta, al contrario de los romanos que tenían un panteón muy poblado. Para los cristianos, el César no era dios. En tal sentido eran rebeldes. Fueron perseguidos, su religión fue prohibida pero su mensaje fue creído por las clases más bajas de la sociedad y también por algunos patricios. Solo después de tres siglos un hábil emperador político llamado Constantino se dio cuenta de que era imposible luchar contra las ideas y la fe. Su madre, elevada a los altares como santa Elena, era cristiana y lo convirtió. Además, antes de una batalla con su hermano Majencio, librada en el puente Milvio, el emperador hizo grabar en los lábaros y escudos de sus soldados una cruz, porque en un sueño se le había aparecido la frase “Con este signo vencerás”. Y ganó.

El cristianismo dejó de ser perseguido porque el emperador la aceptó como una de las religiones del imperio, en Milán, el año 313 de la era cristiana.

En el fondo, a pesar de todos los errores, las exageraciones, el fanatismo, la insensibilidad de algunos de sus ministros y autoridades, la religión que predicó ese niño nacido en tan humildes condiciones ha sobrevivido 20 siglos. Y seguirá. Porque tiene una fuerza de tan inmenso e indestructible poder que la hará prevalecer por los siglos. Esa fuerza es el amor, la esencia de la divinidad. (O)