Por Osvaldo Hurtado

Si bien la Constitución de Venezuela contempla la renovación periódica de la Asamblea Nacional, resultaba imposible que lo fuera mediante comicios libres y justos, por la sumisión de las autoridades electorales al Gobierno, demostrada en los procesos electorales fraudulentos en que fue elegida la Asamblea Constituyente (2017) y reelegido el dictador Maduro (2018).

Al negarse a conformar un Consejo Electoral independiente, los partidos opositores agrupados en la Mesa de la Unidad Democrática resolvieron no participar en el evento electoral del 6 de diciembre y pedirle al pueblo que se abstuviera de depositar su voto en las urnas. El Tribunal Supremo de Justicia reemplazó abusivamente a sus directivos con dirigentes afines al Gobierno, algunos expulsados, para que fueran estos quienes postularan a los candidatos de dichas organizaciones políticas. A lo que sumó el incremento sustancial e inconstitucional del número de integrantes de la Asamblea Nacional (65 %), la creación de asambleístas nacionales y la modificación ad-hoc de distritos y normas electorales.

El día de las elecciones los recintos electorales lucieron desolados, debido a la marcada ausencia de votantes, especialmente de jóvenes, a pesar del acarreo realizado por activistas, la reducción del número de mesas electorales y las amenazas sufridas por sectores populares beneficiarios de subsidios, de que si no votaban perderían los alimentos y las ayudas económicas que recibían del Gobierno. El presidente de la Constituyente, Diosdado Cabello, lo expresó despiadadamente: “al que no vota se le aplica la cuarentena y no come”, dijo. Con este fin, junto a los recintos electorales se instalaron “puntos rojos” en que los votantes merecedores de dádivas debían registrarse luego de sufragar.

Al concluir el proceso comicial, el CNE informó que se había abstenido de votar el 69 % de los electores registrados en el padrón electoral, porcentaje que el Observatorio contra el fraude del 6D fijó en el 82 %, coincidente con el anunciado por encuestas y datos filtrados por funcionarios del organismo electoral. Si se toma en cuenta a quienes fueron obligados a concurrir a las urnas, implícitamente se habrían pronunciado por la revocatoria del mandato del dictador Maduro, entre el 85 % y el 90 % de los venezolanos. Abrumado por la orfandad electoral en la que había caído, mudó el recinto popular en que siempre había votado por uno que hizo instalar ilegalmente en una dependencia militar.

La dictadura, si bien consiguió recuperar el control de la Asamblea Nacional posibilitó que se contabilizaran sus partidarios: apenas uno, quizá uno y medio, de cada 10 venezolanos. De tal magnitud fue el colapso electoral, que se sumieron en el silencio gobiernos y expresidentes latinoamericanos aliados del chavismo. Fue lo que ocurrió con los gobiernos de Argentina, Nicaragua, Bolivia y México y expresidentes convocados a Caracas para que observaran los comicios, excepto el servicial Rafael Correa. Algo parecido sucedió al aprobarse una resolución condenatoria en la OEA: el primero se abstuvo, el segundo se ausentó de la sala y los dos últimos fueron los únicos países latinoamericanos que votaron en contra.

Cierto es que la actual Asamblea Nacional, en virtud de haber sido elegida mediante el sufragio libre de los ciudadanos, es el único órgano del Estado que puede reivindicar su legitimidad democrática, aún después de que termine el período para el cual fue electa. Pero también es verdad que, en el futuro, la oposición contará con mermados medios para alcanzar el objetivo nacional de deponer el régimen dictatorial. Tampoco existe la posibilidad de que las Fuerzas Armadas lo derroquen, por la corrupción y cooptación de los mandos (con más generales que las de Estados Unidos o los países europeos de la OTAN) y el miedo a ser denunciados por la inteligencia cubana encargada de vigilarlos y reprimirlos. A pesar de la consciencia que los cuerpos militares seguramente tienen –acrecentada por los resultados electorales–, de que al autócrata Maduro es rechazado masivamente por la ciudadanía.

Únicamente la comunidad internacional, que tan solidaria ha sido con el pueblo venezolano, podría liberarle de la criminal, corrupta y narcotraficante tiranía madurista y salvarle de la pobreza, el hambre, la enfermedad, el éxodo y la muerte, desafío que exige profundizar las sanciones económicas y no descartar ninguna otra medida, ni siquiera el empleo de la fuerza. (O)