Vivimos en una de las épocas más intensas de la historia, en especial de las comunicaciones, desde fines de los años 90 han crecido en forma exponencial gracias a la tecnología, con sus dos principales referentes: los teléfonos inteligentes y el internet.
Los libros y el conocimiento se han digitalizado, y con la inmediatez todo es accesible. El mayor beneficio es el aumento de oportunidades de conseguir la información rápidamente, y de conseguir una superación (para quien se lo propone), situación que en los tiempos pasados de nuestros abuelos era limitada.
Hoy en día, las redes sociales se han convertido en una extensión virtual de nuestra identidad. Esa extensión la usamos para relaciones familiares, amistosas, laborales, profesionales, de ocio (curiosidad), entretenimiento... Al compartir un tema, una persona en su extensión virtual mezcla su formación personal con sus emociones, sentimientos y prejuicios, produciendo en la mayoría de casos una idea distorsionada de la realidad.
Ya no se escribe, ya no se habla sobre la realidad
objetiva de un suceso si no incluye la opinión abierta sobre esa realidad. Se junta lo objetivo y lo subjetivo, creando interpretaciones que se quedan sin conclusión. Es aquí donde la verdad pierde su alcance, su fin, su búsqueda. Las redes sociales acentúan la relativización de la verdad en vez de buscarla, comprenderla y compartirla. Y eso es un peligro. Negamos la verdad porque ataca nuestra extensión virtual, mas no por no querer aceptarla.
En esta era de la posverdad, ante un tema debemos crear hábito de buscar información, investigar, analizar en forma objetiva, contrastar, concluir y opinar en base a ello, haciendo primar la razón sobre los sentimientos y las emociones. Solo así tomaremos la mejor decisión sobre algo, sea personal, social, político o cultural. (O)
Carlos Guillermo Caycho Celle, Guayaquil