Una lección de futuro en el 82 aniversario de la Kristallnacht
Por Nir Koren*
En uno de los momentos álgidos de la vida judía, en el día de la boda, justo antes del final de la ceremonia nupcial, el novio rompe un vaso de cristal para recordar la destrucción de Jerusalén hace casi 2000 años, mientras pronuncia la ancestral fórmula: “Si me olvidare de ti, oh Jerusalén, pierda mi diestra su destreza…” (Salmo 137:5).
Cualquier observador que no conozca esta vieja tradición judía se preguntará: ¿Qué necesidad hay –en momentos de semejante alegría– de hacer estallar en pedazos un vaso? ¿Por qué recordar una destrucción? ¿No sería más apropiado evocar la construcción, la unión?
Recuerdo haber visto, alguna vez, a alguien que intentaba reparar un objeto de vidrio que estaba roto.
Está claro que, cuando un cristal se rompe, incluso en el improbable caso de que se recuperaran todos los fragmentos –lo cual en sí mismo es una tarea casi imposible–, siempre quedarán las grietas. Incluso si quien intentara recomponer el objeto fuera el más hábil de los artistas.
En la boda judía, con ese acto, el esposo declara simbólicamente al romper el vaso que comprende el alto precio de la ruptura, que en el matrimonio se debe tener sumo cuidado porque los vidrios rotos son altamente peligrosos, pues hieren a las personas destruyendo también sus almas.
Y quizás no es por ello ninguna casualidad que el inicio de la masacre en el Holocausto nazi, un día como hoy hace 82 años, se diera con la rotura de cristales: el de las vitrinas de las tiendas judías y el de los ventanales de las sinagogas que, despedazados, se convirtieron en escaparates del odio en la llamada Noche de los cristales rotos (Kristallnacht).
Aquel 9 de noviembre de 1938, la oscuridad de la noche fue también iluminada no por las lámparas de aquellos dedicados al estudio, sino por las llamas de miles de libros apilados en las calles de las ciudades en hogueras que mancharon de hollín la dignidad humana. Aquella noche fue el inicio de la mayor barbarie de la Historia de la humanidad, de la industrialización de los asesinatos de judíos en guetos, trenes, campos de concentración y cámaras de gas. La degradación humana en su máxima expresión se llevó a seis millones de almas inocentes.
Muchos años después, las ventanas rotas fueron eventualmente reparadas, la lluvia lavó las cenizas de las calles y, por un momento, pareció sanar la herida causada por el vidrio roto en el corazón de la humanidad. Pero en el alma del pueblo judío quedó una profunda cicatriz como recordatorio permanente del cuidado que debemos tener antes de romper y dañar, pues, cuan el vidrio de los ventanales de las sinagogas, o el de un mero vaso en una boda, recomponer y pegar sus fragmentos será imposible.
La cicatriz no nos permite olvidar el imborrable número que los sobrevivientes de los campos de exterminio llevan aún en el brazo, y que nosotros llevamos también en nuestros corazones como una marca eterna.
Sin entrar en comparaciones, a un año de los disturbios de octubre de 2019, la sociedad ecuatoriana está en condiciones de comprender también lo mucho que un vidrio roto puede herir el alma de una sociedad; cuánto puede dañar el delicado tejido de la vida; y, hasta qué punto, incluso si se recogieran los pedazos para volver a unirlos, quedarán siempre las cicatrices de la ruptura. Ha pasado un año y las heridas aún no han sanado del todo.
Este año de pandemia nos ha confinado a nuestros hogares, brindándonos la oportunidad de detenernos y reflexionar, de apreciar la importancia de la unidad más allá de las diferencias socioeconómicas, ideológicas y religiosas entre cada uno de los ecuatorianos. La crisis del coronavirus nos ha hecho entender que, si no velamos y cuidamos los unos por los otros, toda nuestra sociedad estará en peligro, y que ninguna diferencia justifica romper, dañar y lastimar nuestro tejido social pues el costo de la reparación –tanto económico como espiritual– es inmenso, y las cicatrices imborrables.
El aniversario de la Noche de los Cristales Rotos se convertiría en una efeméride vacía si no le diéramos una proyección contemporánea; si no lo aprovecháramos para reflexionar; si no lográramos evitar que semejante catástrofe suceda nuevamente; y si no llegáramos a la conclusión de que, para subsistir, debemos enseñarle al mundo a recordar y, a la vez, perdonar.
El perdón no constituye una expiación; no significa que comprendamos lo sucedido; y ni mucho menos representa un nuevo comienzo. El perdón implica que, a pesar de lo acaecido en el pasado, estamos dispuestos a ceder para aspirar a un futuro mejor; que, en pos de ese futuro para nosotros y nuestros descendientes, estamos dispuestos a deshacernos de la ira, a dejar de aferrarnos al pasado, y a darnos a todos –incluidos los hijos y nietos de los asesinos nazis– la oportunidad de demostrarnos que hemos aprendido la lección de los “cristales rotos”: que tenemos muy presente el cuidado necesario para no romperlos y que los libros no se queman, porque en ellos escribimos los recuerdos y enseñanzas por el bien de futuras generaciones. (O)
*Rabino de la Comunidad Judía de Ecuador.