Por Néstor David Polo

A la fecha en la que escribo este texto, más de 7300 ecuatorianos han muerto debido al SARS-COV-2 (según cifras oficiales). No obstante, el número de personas que nos han dejado debido a la pandemia es mucho más grande y, posiblemente, sea una cifra imposible de calcular. Mi padre, me temo, se encuentra en un riesgo de hacerlo también y no porque se haya contagiado; la suya podría ser una muerte lastimosamente mucho más lenta e inexorable, aunque evitable.

En 2014, mi padre, quien acaba de cumplir 66 años, fue diagnosticado con una cirrosis hepática en una fase inicial, la cual se agravó con el pasar del tiempo hasta que en abril de 2019 su médico tratante dio el veredicto de que el trasplante de hígado era el único tratamiento viable y definitivo. Durante meses, mi familia siguió el procedimiento para que ingresara en el programa nacional de transplantes, al cual fue admitido en junio del mismo año. Su ingreso a la lista de espera nos llenó de esperanza puesto que los doctores nos afirmaron que en sus condiciones había muy buenas oportunidades de que consiguiéramos un donante y él resistiera la cirugía. Hoy, él ocupa el primer puesto para su tipo de sangre. “Espera”, resulta casi irónica la palabra cuando la vida de quien te educó está en juego, porque esperar es lo que hemos hecho durante ya más de 15 meses. Primero, la acreditación del servicio y sus trabas burocráticas suspendieron el programa durante un par de meses. Después, la misma burocracia ha truncado nuestra ilusión en tres ocasiones; una de ellas por la falta de autorización del traslado del equipo de extracción del órgano a otra ciudad.

El inicio de este año nos trajo un golpe muy duro. Recibimos la llamada que habíamos estado esperando, había un donante. Recuerdo esa noche de nerviosa ansiedad y temeroso optimismo; mi padre se quedó junto a mi madre, quien lo acompañó en la vigilia y el proceso que ya se había iniciado. A la mañana siguiente, la esperanza se truncó: el donante, un joven de 27 años, había decidido -posiblemente, sin mucha conciencia de lo que hacía- en el Registro Civil que no deseaba ser donante y, por una cuestión administrativa, la vida de mi “viejo” quedó de nuevo en suspenso. Me despedí a finales de enero de ellos, pues vivo desde hace seis años en Colombia, con la convicción de que sería por unas semanas, seguro de que “si había llegado una vez, no pasaría mucho antes de que lo volvieran a llamar”. Pero eso no pasó… y, entonces, la pandemia llegó.

A unos pocos días de iniciado el confinamiento en el país, nos comunicaron lo que tanto temíamos: el Programa Nacional de Transplantes de Órganos y Tejidos fue suspendido por motivos de la emergencia. En medio de la angustia y el temor que eso nos pudo generar, lo supimos aceptar y comprender, pues miles de vidas se habían perdido por causa de la saturación de los servicios de salud. Además, como indicaban en ese momento, tanto los medios de comunicación como las instituciones encargadas de emitir las consideraciones técnicas respecto a esta nueva enfermedad que atacaba el mundo, las preexistencias suponían –suponen- un factor de altísimo riesgo ante el COVID-19. Por ello, para nosotros el aislamiento social estricto nunca estuvo sujeto a deliberación.

Quienes somos beneficiarios/as del sistema nacional de salud pública, y del mencionado programa en concreto, y lo digo en plural porque esta enfermedad la hemos vivido y enfrentado colectivamente como familia, sabíamos que acudir a un establecimiento de salud no era una opción. Atendiendo a las recomendaciones de cuidado brindadas por los médicos, hemos tenido que cubrir las necesidades de atención sanitaria de mi padre de manera personal y privada, subsidiando económicamente el deber del Estado y del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS).

Este virus nos ha cambiado la vida radicalmente, la suspendió y dejó innumerables proyectos inconclusos a todo nivel. Pero, para nuestra familia, ninguno tan duro como la vida de mi padre. Como él, miles de pacientes ecuatorianos se encuentran a la espera, ya no solo de un órgano viable, pero de un servicio que, constitucionalmente, es su derecho más preciado. La reactivación del país es una necesidad primordial, sin embargo, se ha centrado casi exclusivamente al ámbito económico, dejando de lado otros de vital relevancia como es la salud. Muchos de los servicios sanitarios más esenciales siguen suspendidos, como aquellos dirigidos a: pacientes con cáncer, con enfermedades degenerativas y crónicas, personas a la espera de un órgano que pueda suponer una esperanza en sus vidas; suspendidos en la vigilia, a la expectativa de una llamada que durante seis meses no ha llegado. Y, sin que, hasta el cierre de este escrito, el Instituto Nacional de Donación y Transplante de Órganos, Tejidos y Células (INDOT) y el Ministerio de Salud Pública, hayan emitido una comunicación oficial al respecto.

Cuando reflexiono sobre el relato de mi papá, no puedo evitar sentir, por un lado, agradecimiento por los médicos que lo han protegido, que lo han ayudado inclusive arriesgando su propia seguridad en estos tiempos donde salir a un hospital parece entrar a un campo de batalla. Y, por otro, frustración hacia un sistema legal y burocrático que durante más de un año ha permitido que el papeleo y el protocolo pongan la vida de mi padre en peligro. Frustración ante un sistema que vuelve una donación, tal vez el acto más generoso que podemos realizar, un trámite administrativo. Frustración ante un protocolo que permitiría a miles de personas a nivel nacional recuperarse y encontrarse con sus familias, pero que no llega de manera oficial.

Entiendo que la pandemia nos tomó desprevenidos, pero han pasado meses y los hospitales de especialidad siguen sin un lineamiento claro o pronunciamiento respecto a cómo o cuándo reanudarán estos servicios. Esta pandemia supone un reto: encontrar el balance entre la atención a los pacientes contagiados de coronavirus y aquellos que, como mi padre, tienen condiciones que le antecedieron. Una enfermedad no reemplaza a la otra, un paciente no puede ser prioritario en detrimento de los demás. Y las autoridades tienen la obligación moral, técnica y jurídica de encontrar una solución pronto.

Hoy, tras más de medio de año sin ver a mi papá, escribo este texto mientras hago todo lo posible por llegar de un país a otro para estar a su lado. Con el temor de no volver a verlo y la esperanza de darle un abrazo. Como periodista, entiendo la necesidad de basar los argumentos en datos y testimonios reales. Pero decidí contar la historia de mi padre en este caso porque él, así como los miles de pacientes que se encuentran en situaciones similares, no son solo una cifra. Durante estos seis meses, hemos visto el deterioro progresivo e imparable de su salud, así como también hemos sido testigos de la pérdida de vidas humanas de amigos y amigas del programa, quienes no pudieron ser atendidos en los establecimientos de salud por la saturación y que hoy se convierten también en víctimas de la pandemia. Es preciso entender que detrás de esos números que miramos desalentadoramente a diario existe también un rostro, una familia, personas cuyos relatos son valiosos y sus vidas son importantes. Y cuyas esperanzas no pueden continuar en suspenso. (O)