Aprender a escuchar requiere un lento aprendizaje. No es solo que hablen los otros –algo que la democracia garantiza– sino ponerse en su sitio, salir de esa perspectiva absoluta en la que alguien se coloca por convicción o por experiencia, o por constricción de su medio, e imaginar la posibilidad de que el otro tenga razón, en algún aspecto, no para ceder o sentirse derrotado, sino por un ejercicio de perspectiva para ver lo que no se había notado. Cuando esto ocurre, comienza la capacidad de autocrítica.

Las obras artísticas educan en la escucha. Leer un libro, escuchar música o ver un cuadro o una película, exige quedarse callado unos minutos u horas. En ese silencio uno aprende a verse, leerse y escucharse. Sorprende, entonces, que en la llamada “cultura de la cancelación”, lo que se quiera cancelar son obras culturales, bien porque hay algo incómodo en ellas o porque sus creadores han dicho o hecho algo incómodo. Nuevo nombre para algo viejísimo: censura. Lo nuevo sí es la inmediatez que permiten las redes sociales y su visibilidad aprobable o desaprobable.

Durante décadas la publicidad descubrió las ventajas de apropiarse de la imagen de algún ícono mediático para dar valor o simpatía a productos más bien fríos o inocuos. El procedimiento ahora se invierte: las “causas nobles” se valen de alguien mediático pidiendo su cancelación. Así se vende una rápida e inconsistente imagen de autenticidad destruyendo a alguien y a su obra para reemplazarla por una corrección hueca. El régimen islámico fundamentalista que destruyó las milenarias esculturas de los budas de Bāmiyān lo único que dejó fueron los huecos de una montaña horadada: el fantasma de una intención. No una obra.

Pero, ¿es posible aprender algo positivo de la cultura de la cancelación? Quizá sí. En uno de los catorce libros sobrevivientes de las Moralia del griego Plutarco hay un breve ensayo, titulado Cómo sacar provecho de los enemigos. El autor de Vidas paralelas enseña a escuchar a los enemigos porque quizá tienen razón, no tanto para dársela o rendirse ante ellos, cuanto para mejorar uno mismo. El victimismo que enarbola la cultura de la cancelación, a veces resultado de una especie de ñoñería horizontal, candor hiperdemocrático que tiene visos de una hipocresía moral, donde no falta alguna lagrimita o su conato para ser conmiserado, advierte que lo que se debe corregir es el exceso de declaraciones y fanfarronadas que se dicen por las redes sociales. La libertad de expresión es un derecho que tiene obligaciones: ser riguroso, veraz y relevante. Si se va a hablar, que se diga algo que valga la pena. Cuando el único propósito es cancelar a cualquiera por quítame allá esas pajas, que decía Sancho Panza, lo mejor es quedarse callado y evaluar por qué molesta lo que hizo o dijo el otro y atenuar ese fundamentalismo potencial que el ego y una honda inseguridad levantan en el corazón del fanático dispuesto a censurar obras artísticas o a creadores que llevan al silencio y a la reflexión. El fanático no sabe ni puede escucharse a sí mismo, sino solo al dogma que lo enceguece y promete convertirlo en héroe. (O)