A quienes más debe haber sorprendido la jugada de Rafael Correa es a sus fieles. Muchos de ellos debieron cruzarse mensajes para informarse sobre el desconocido que, por voluntad omnímoda, como corresponde a esa grey, supuestamente sería el candidato a la Presidencia de la República. Otros tantos, que sabían de las dotes divinas de su líder, pero desconocían su don de la ubicuidad, se enredaron al ver que él aparecía como candidato a la Vicepresidencia y, al mismo tiempo, a asambleísta. Al final, recordando que la democracia interna y la selección de candidaturas son potestades exclusivas del jefe y las supuestas primarias son sinónimo de aplauso a lo decidido, se repusieron de la sorpresa y pudieron hacer lo que siempre han hecho.

Hay dos explicaciones posibles para esa decisión. La primera es que, después de la experiencia con Moreno, Correa necesita a alguien anodino, con un pasado tan imperceptible y pobre que convierta al futuro de esa persona en una hipoteca suscrita de por vida a nombre del líder. Al colocarse él mismo en la papeleta, sabiendo que la candidatura vicepresidencial no será aceptada por impedimento constitucional, no solamente se victimiza anticipadamente, sino que señala claramente el lugar que le correspondería en un próximo gobierno.

Imposible no recordar la escena de Cristina Fernández anunciando su candidatura a la Vicepresidencia y, de paso, el nombre de quien la acompañaría en la papeleta para la Presidencia. Así, este último pasaba a ser un cargo de menor rango, subyugado a la dueña indiscutible del partido. Si comparamos con Argentina, también cabe hacerlo con Héctor Cámpora, un sumiso señor que prestó su nombre por el tiempo estrictamente necesario para que llegue Perón y se instale en la Presidencia. Ambas situaciones, con las respectivas particularidades, sirven para entender el contenido de la propuesta.

Pero el propio Correa sabía que la Vicepresidencia no era la vía, ya que la disposición constitucional es tan clara que incluso a la señora Atamaint se le haría imposible calificar la candidatura. Por ello, la postulación a asambleísta por el exterior es la que más se acerca a una posibilidad real. Y aquí cabe la segunda explicación. Esta surge de una pregunta obvia: ¿por qué escogió a alguien que no tiene el perfil de candidato ni de gobernante, que sí podía encontrar en personas más conocidas de su entorno? Aparte de la maleabilidad del personaje y de la desconfianza en los más cercanos –a quienes conoce perfectamente–, hay que añadir la vieja estrategia política del globo de ensayo. Cabe suponer que puso el nombre sobre la mesa para medir las reacciones, tanto de los suyos como de los votantes, para mantenerlo o cambiarlo en el remedo de primarias. Los pocos días transcurridos hasta el domingo, cuando se cumplía el plazo para las nominaciones, habrán sido suficientes para tener el resultado de esa medición (por ello, cuando circule este artículo, ya será conocida la respuesta).

Sea Arauz o cualquier otro candidato, no hay duda de que fue una manera de recuperar hasta el último milímetro de la cuerda que, por el desboque de las ilusiones de quienes se sentían tocados por el dedo divino, se había estirado más de lo aceptable. Quien resulte nominado sabe de qué largo es esa cuerda.

La postulación a asambleísta por el exterior es la que más se acerca a una posibilidad real.