Después de más de seis meses de silencio, el INEC publicó los resultados de la encuesta de empleo realizada durante los primeros meses de la pandemia del COVID-19. Como era de esperarse, la situación es crítica y ameritaría una reacción urgente tanto del aparato político como de sus instancias técnicas. Sin embargo, es necesario notar que la encuesta tiene limitaciones significativas respecto a su metodología, a lo que hay que sumar opacidad e informalidad en sus mecanismos de producción y publicación. Por esta razón, enlisto los argumentos para tomar una decisión respecto a descartar la encuesta o –bajo los riesgos anticipados– tratarla como referencial y aislada.

En primer lugar, las estadísticas públicas son artefactos producidos en contextos sociales e institucionales. Por ende, leerlas de forma apartada a esa inserción es, cuando menos, limitado. La encuesta de empleo viene sufriendo ataques y debilitamientos desde hace, por lo menos, tres años: primero se inventaron categorías inexistentes a nivel mundial, luego de una reprenda pública, se las cambió nuevamente. Después se redujo la muestra dramáticamente sin anuncio, perdiendo una serie histórica provincial de más de 15 años y; para cerrar, sin ningún argumento ni reclamo se adscribió el INEC a la Presidencia, desoyendo los más elementales manuales de autonomía de estadística pública. Como si fuera poco, desde antes de la pandemia, el INEC no tenía asegurado recursos para ejecutar operaciones esenciales como el censo de población, ni la encuesta en cuestión. Es en este contexto que el INEC produce la encuesta de empleo COVID-19, lo que absorbe en su organización los debilitamientos institucionales de años.

La encuesta publicada en estos días apenas captura el 60 % de la muestra tradicional, el formulario aplicado solo incluyó el 35 % de las preguntas normalmente realizadas, el tiempo de la entrevista es apenas del 50 % de lo normal. El período de levantamiento es temporalmente distinto, por no mencionar las obvias condiciones atípicas de una pandemia. La encuesta se hizo por teléfono, lo que estructuralmente sesga la muestra hacia estratos medios y altos; es decir, mide menos la realidad de estratos populares que son los que más sufren las consecuencias de la pandemia. Finalmente, hay dos factores agravantes: primero, no existe información detallada del padrón de teléfonos utilizados para hacer las entrevistas (más allá de una escueta mención de uso de paneles anteriores y asesoramiento externo sin reportes públicos), ni información de mecanismos de reemplazo dentro de marcos muestrales controlados. Segundo, la información fue filtrada días antes y publicada por actores externos al INEC, lo que deja en tela de duda el proceso de producción y protocolo de datos sensibles públicos. Hay que recordarle al INEC que es el depositario legal de información personal e individual de ecuatorianos entrevistados y que esos datos son confidenciales. Si la información se filtra con tanta facilidad, ¿qué garantías hay de que datos más delicados no se filtran? A puertas de un censo de población ¿qué garantías hay de que datos confidenciales que incluirán cédula de identidad no terminarán en manos extrañas?

Todos estos factores materializan la alerta de no utilizar los datos recientemente publicados. No hay garantías suficientes sobre su proceso metodológico, la estructura muestral y operativa es categóricamente distinta a encuestas anteriores, y hay opacidad organizacional. Por ende, es recomendable descartar esta encuesta o utilizarla, bajo el riesgo de cada uno, como un piso mínimo de la realidad actual del empleo en el país. No se la puede comparar con encuestas anteriores a la pandemia, por lo que es mejor esperar a que el INEC ejecute una encuesta con razonablemente similares condiciones anteriores. Para ello, primero deberá sortear las muy complicadas condiciones de desmantelamiento acumulado por años. (O)