Sorprende ver las noticias en estos tiempos. Personalmente, me preocupa que muchas personas aún no captan la magnitud del impacto que tiene la pandemia en nuestras vidas y nuestra cotidianidad. Alrededor del mundo se ven personas aún en negación sobre los cambios de conducta que debemos tener en nuestra vida cotidiana para poder reducir el esparcimiento de esta enfermedad. Y esto ocurre tanto en el primer mundo como en el mal llamado tercer mundo.

Los noticiarios estadounidenses muestran montones de personajes que se niegan a usar máscaras, que proclaman aquello como una expresión de su libertad. “¡Este es un país libre!”, “¡La Constitución [de los Estados Unidos] ampara mis libertades como ciudadano!”. Ese es el tipo de comentarios que suelen decir muchos ciudadanos del país norteamericano cuando el personal de los almacenes, supermercados y restaurantes les niegan el acceso a tales lugares por no colaborar con el uso de una mascarilla. Resulta lamentable ver que se distorsionen los derechos universales del ser humano y se los use como excusa para practicar el egoísmo.

Otro factor que lamentablemente se está usando como pretexto para no colaborar con la prevención del COVID-19 es la religión. En Estados Unidos, las reuniones de los concejos municipales son a micrófono abierto. Cualquier ciudadano que asista puede pedir la palabra y expresar su opinión sobre lo que las autoridades municipales están discutiendo en ese instante. En una ciudad de Florida, muchas personas aprovecharon aquel momento para decirles a los concejales que se “irían al infierno”, que “estaban yendo en contra del maravilloso sistema respiratorio, creado por Dios”. Confieso abiertamente que soy una persona no religiosa. Más que ateo, prefiero definirme como “escéptico”. Sin embargo, trato de no dejar que mi visión personal me impida reconocer los méritos y beneficios que pueden tener quienes proyectan sus esperanzas en la figura de un ser supremo. En contraparte, me resulta repugnante cuando la religión se utiliza como un instrumento para esparcir la ignorancia dentro de las comunidades, cuando la literalidad de los mitos pesa mucho más que la razón y los conocimientos adquiridos por siglos de ciencia.

Y es que vivimos tiempos donde la ignorancia se ha vuelto un ejemplo a seguir; un jefe de Estado puede proponer sin vergüenza alguna que se investigue si el cloro desinfectante se puede usar en seres humanos. Alguien saca un documental ‘conspirativo’, en el que se pretende argumentar que el COVID-19 fue creado intencionalmente para controlarnos, y muchos corren a apoyar tales cuestionamientos, sin mayor investigación al respecto.

En nuestro entorno, no son ni la insurgencia ni la ignorancia las que empeoran nuestra situación sanitaria. En nuestra sociedad prevalece aún la norma de la sapada, la necesidad de sentirse superior por quebrantar las normas y las leyes. Que no nos sorprenda que la gente se reúna a beber o jugar fútbol en un país donde los supuestos salvadores de la patria ven la pandemia como la oportunidad de hacer un gran negocio. (O)