A lo largo de su historia, Guayaquil ha estado acostumbrada a resolver sus problemas con recursos propios y valiéndose del ingenio y esfuerzo de sus hijos. Esa ha sido una constante que se ha repetido en estos casi 200 años de vida libérrima e ínclita.
La Junta de Beneficencia de Guayaquil y la Sociedad de Lucha Contra el Cáncer, por mencionar a las más representativas, son manifestaciones palpables del espíritu solidario y emprendedor del pueblo guayaquileño, que en lugar de arrodillarse a implorar por las sobras del banquete centralista, resolvió con su propio ingenio y esfuerzo todo aquello que a pesar de ser obligación estatal, nunca llegó.
Un monumento al abandono con el que nos hemos acostumbrado a vivir es el muy relevante hecho de que el primer hospital público que tuvo Guayaquil, la ciudad más poblada del Ecuador (sin considerar las argucias de la entelequia cortesana para manipular las estadísticas y alzar un trofeo que nadie cree), recién se construyó en 1970; si, 140 años después de la fundación del Estado ecuatoriano, recién se acordaron de que los guayaquileños éramos seres humanos que nos podíamos enfermar y necesitábamos un hospital.
Así sobrevivimos a piratas, incendios y pandemias; luchamos, lloramos, sufrimos, pero siempre nos levantamos, más fuertes, más orgullosos de ser lo que somos.
Digo esto, porque en los días más aciagos de la pandemia, cuando desde la plaza grande y sus alrededores, las élites del centralismo y sus cortesanos/as nos miraban con desprecio y preocupación de que pudiéramos “pasarles la peste”, llovieron críticas a nuestra “indisciplina e irresponsabilidad”: que todo era culpa de estos “monos” desordenados, de los “pelucones” de Samborondón (como si Cumbayá estuviera habitada por tribus ancestrales) que habían traído la peste y amenazaban al resto de responsables y ordenados ciudadanos del resto del país; que era culpa del fracasado “modelo exitoso”, que Cynthia era un desastre y Yunda una combinación de Pasteur y Churchill (con el respeto de sus memorias).
Incluso en un noticiario, que no hizo otra cosa que recoger el sentir de su entorno hacia los guayaquileños, en una desafortunada alocución, intentando llamarnos a la “cordura”, se preguntó al aire: ¿Dónde están los madera de guerrero?
Los meses han transcurrido. Guayaquil se ha levantado sola de la tragedia gracias al esfuerzo de sus instituciones locales, de la empresa privada y del trabajo solidario de cada uno de sus hijos, y ahora, la asfixiada es Quito. De nada sirvió la experiencia vivida por Guayaquil ni el tiempo para prepararse para enfrentar la pandemia ni que ahora sea el Estado el que lidere la lucha, con los recursos y logística de todos los ecuatorianos (como debiera ser con todas las ciudades del país).
¿Y que ha hecho Guayaquil?
Ha salido a ayudar a manos llenas a Quito y al resto del país que sufre el embate de esta pesadilla que parece no terminar, reafirmando una vez más, a pocos meses de celebrar sus 200 años de independencia, que Guayaquil siempre mira por la patria.
¡Aquí estamos los madera de guerrero! es nuestra respuesta. (O)