El concepto ha caído en desgracia. Se ha movido del clásico acervo griego que nos enseñó a pensar y hacer por la colectividad, de la apropiación romana hacia la conquista y la construcción de un imperio, pasando por monarquías despóticas que empujaron los hechos hacia sublimados conceptos de libertad defendida por leyes, a la mezcolanza oportunista de nuestros días, donde buena parte de los conglomerados devalúan la palabra y la han redirigido hacia la degeneración de la cosa pública.

¿Quién puede mirar con serenidad la historia de este país y no sentir que las proclamas y las declaradas intenciones jamás han sido suficientes para contar con un Estado eficiente, con un ente organizador y solucionador de los grandes problemas nacionales? ¿Por qué nuestro desarrollo ha sido tan lento? ¿Por qué la mayoría de la población siempre ha sido pobre, ha suplicado por salud, ha tenido mínima y mala educación? Recuerdo cuando se representaba al país como a un mendigo sentado sobre un saco de oro, cuando se cantaba loas a nuestra naturaleza feraz, a la belleza y diversidad de los paisajes. Y se exaltaba por encima de todo a “nuestra gente”, a esa muchedumbre multiétnica, desorganizada y pujante, que crece sin control, que lucha a diario buscando oportunidades de sobrevivencia.

Y solo puedo advertir que los esfuerzos van a contravía de la realidad, que sobre esa masa angustiada volverán a echar sus fauces los políticos, esos que desprestigiaron la palabra e hicieron de la arena pública campo de guerrillas partidistas –ah, la venerable tradición de conservadores y liberales enfrentados en América Latina, realimentada por todo eso que hoy se llama “izquierda”–, de pactos y componendas entre grupos de poder, arrojando en el camino las dádivas de las obras. Familias, círculos de amigos, socios y compañeros generacionales tejiendo un tapiz de contubernios para “gobernar”, luego de haber proclamado que los mueve ese mentiroso lugar común de los que dan entrevistas: “el espíritu de servir”.

Que a este país de cuya responsabilidad conductora se renuncia tan fácilmente, respecto del que se dice cualquier cosa a la hora de aprestarse a la campaña de turno, al que ya se recorrerá apretando manos y besando niños, se lo quiera gobernar desde tantos flancos, es abundantemente sospechoso. ¿Tanto honestos y desinteresados apóstoles tenemos? ¿Tantos lúcidos conocedores de las medidas que requiere el viraje de timón que en algo palíe las tormentas del presente?

Me rehúso a creerlo. Y me niego también al distanciamiento olímpico del circo de fieras que se han repartido las instituciones, que ha amarrado a la justicia, que ha encontrado desde el silencio o la artimaña las maneras para distraernos o engañarnos sobre la limpieza moral que exige tanta trampa, tanto recurso desperdiciado, tanto complot por lo bajo. Alguna vez se debió de sentir orgullo por ser “funcionario público”, al fin de cuentas el esfuerzo se dirigía al hombre gris, al ser de la calle, a aquel que sin padrinos y tramitadores, aspiraba a que le atendieran sus derechos. Pero hoy las cosas han cambiado tanto que ese servidor mayor, el que elegimos con votos o los que gozan de la confianza de los triunfadores, son vistos con recelo y desesperanza. ¿Acaso estarán buscando las arcas del Estado?

La palabra política repele. (O)