A siete meses de la primera vuelta, el panorama político aún es incierto. Por allí circulan encuestas de toda índole, tendencia y metodología; casi todas ellas coinciden en que alrededor del 65 % del electorado no ve con buenos ojos a los precandidatos existentes. Me refiero a los autoproclamados, así como aquellos nombres que se lanzan como parte del ejercicio, entre ellos, el descabezado (porque no tiene nombre definido aún) ‘candidato de Correa’.

Y la razón huelga por evidente: el país sigue cansado de la clase política tradicional y esperará hasta último momento por la llegada de un nuevo salvador en quien confiar.

Porque si hurgamos un poco en la historia electoral desde 1979, el Ecuador ha votado siempre por el cambio.

Jaime Roldós, León Febres-Cordero, Rodrigo Borja, Abdalá Bucaram, Álvaro Noboa (defenestrado por un grotesco fraude electoral), Lucio Gutiérrez, Rafael Correa y Lenín Moreno. Y, si lo nota, esa apuesta ha sido cada vez más agresiva y extrema.

Estoy seguro de que se preguntará, estimado lector, ¿qué tiene que ver Lenín Moreno con el cambio si fue el candidato de la dictadura correísta?

Pues bien, a mi juicio, fue evidente que Lenín sí representó cambio para la gente, porque el elector vota en función de personas, no de partidos políticos o ideologías; y al final de la historia, como lo hemos podido comprobar, con matices, no cabe duda de que Lenín sí fue un cambio, más allá de sus yerros y aciertos en la conducción del Estado.

Dicho esto, la primera conclusión a la que pretendo arribar es que la elección está completamente abierta; cualquier candidato nuevo (o que logre posicionarse como nuevo), con el respaldo de una estructura política nacional (salvo la del actual Gobierno), con el músculo económico necesario para competir con fuerza y con el discurso correcto, puede ser presidente. Porque su electorado potencial no es únicamente el 65 % que espera un salvador, sino inclusive el 35 % que lanza un nombre sin tener la papeleta en la mano.

A este análisis quiero agregarle otro factor importante a considerar: que alrededor del 50 % del padrón electoral estará formado por electores mileniales y centeniales, lo que vuelve esencial, para quien pretenda ganar la Presidencia, poder conectar adecuadamente con ellos; situación que evidentemente genera una ventaja importante para los candidatos más jóvenes, a quienes el lenguaje se les dará de forma más natural, lo cual siempre es percibido por el elector.

Y si finalmente agregamos el condimento COVID-19, que hará esta elección muy digital y dinámica, con poco desplazamiento y contacto físico, lo que generará una importante ventaja para el candidato que por su edad o condiciones de salud o físicas pueda desplazarse por el país y adentrarse en el Ecuador rural, por ejemplo, que casi nunca forma parte de las encuestas tradicionales, puedo llegar a la segunda y final conclusión de esta columna: que la elección no solo está completamente abierta, sino que además (salvo el surgimiento de algún nuevo redentor político aún oculto) se mantendrá así hasta pocas semanas antes del Día D.

Seguiremos comentando… (O)