La vida me llevó a conocer la casa de atrás, donde vivió Ana Frank en Ámsterdam. Subir las escaleras, estar en esas habitaciones vacías, ver el paisaje de los alrededores, sobrecoge. Cómo ocho personas pudieron vivir encerradas dos años, escondiéndose, manteniendo las ganas de vivir, el optimismo y la esperanza en medio de la persecución y muerte que los rodeaba, es una pregunta que cada uno trata de comprender aunque no tenga respuestas. Cuando la locura estaba cercana de ser vencida y los aliados desembarcaban en Normandía, fueron descubiertos, llevados a campos de concentración. Todos menos Otto Frank, el patriarca de la familia, murieron. Algunas pocas semanas antes del fin de la guerra.
También pasé un mediodía y tarde gris en el campo austriaco de Mauthausen, uno de los campos de concentración más grandes. Mis amigos que vivían en la ciudad de Linz, a solo 20 km del lugar, nunca habían estado allí, no habían querido conocerlo. Huir de una realidad penosa no siempre es solución. Decidieron, a nuestro pedido, llevarnos y recorrer las barracas que permanecían tal como las sorprendió la entrada de las tropas de liberación. Ver las escaleras de la muerte en las canteras, los hornos de gas y sentir en el cuerpo y en el alma las atrocidades que los humanos somos capaces de hacer, me persiguen como una pesadilla, muchas veces.
Leí el libro La niña que miraba los trenes partir, de Ruperto Long, novela basada en la odisea de Charlotte de Grünberg que hoy vive en Uruguay y que a la edad de 8 años pasó diez meses encerrada en un ropero, junto con su hermano, escondiéndose de los nazis, con salidas de pocos minutos… Por más que intentaba imaginármelo me parecía irreal, pero Charlotte me escribió hará pronto 3 años para confirmarme la realidad de los hechos y agradecerme que hubiera escrito un artículo sobre el libro.
La realidad supera muchas veces la ficción. Los seres humanos somos capaces de lo peor y de lo mejor.
Hace pocos días conversaba con algunos jóvenes de diferentes partes del país, con distintas aspiraciones y estudios. Son muy sensibles a la crisis económica, a las consecuencias de la pandemia, pero sobre todo están desorientados y desanimados y casi sin fuerzas para hacer frente a la crisis ética que sacude los cimientos de la sociedad ecuatoriana. No se puede vivir sin confianza. Se sienten en un pantano de aguas putrefactas, no saben por dónde ir ni comenzar. No ven con optimismo el futuro, sienten que tocan fondo.
Indigna que las personas acusadas, con razón, de corrupción no asumen lo que hicieron y el daño que causan. Se justifican en leyes, costumbres o en su propia ignorancia de lo que ocurría y ocurre. Son incapaces de asumir su incumbencia en la trama de corrupción de la que son parte y artífices. Si alguien diera un paso al frente, admitiera su responsabilidad sin excusas, sin echar la culpa a otros, aceptando la consecuencia de sus actos sin esperar rebajas de penas, devolviendo lo usurpado, podría aportar en la reparación de la confianza necesaria para construir nuevamente la sociedad con otras bases.
Los funcionarios públicos son pedagogos, lo que hacen tiende a imitarse, y ayudaría vernos en el espejo de una realidad que debe ser desmontada. (O)










