No es fácil responder con absoluta certeza cuál es la novela icónica de Nueva York. No sé si exista una, son cientos. La primera que leí fue, muy probablemente, el Desayuno en Tiffany’s de Truman Capote, cuando yo era adolescente. Tal vez fue ese libro, y su sofisticado tono melancólico, lo que me hizo querer vivir y escribir en la ciudad de los rascacielos. Cuando llegué para estudiar mi maestría, en el otoño del 2018, retomé mi exploración de la literatura que la usa como escenario con La trilogía de Nueva York, de Paul Auster. Creo, sin embargo, que la novela que más me ha conmocionado, y que sigue encarnando el espíritu brutal de la urbe, es El gran Gatsby, de mi amado Francis Scott Fitzgerald.

Siempre, para hablar de las cosas que me son más importantes, me anclo en los libros, en mis lecturas, en mi vacua y triste erudición. No he aprendido, aún, a hablar y vivir sin las historias que alguna vez me emocionaron y que no sé si algún día recuperaré. Tampoco sé cuál es la película icónica sobre Nueva York y menos aún la canción. Recordaré, claro que recordaré, todo el horror y los sonidos de la pandemia; el tiempo en que mis desplazamientos se redujeron al interior del departamento ubicado en la 471 Rutland Road, de Prospect Leffers Gardens, en Brooklyn. Desde el pequeño balconcito tomaba café y percibía el viento, ese que ingresaba al continente desde el océano Atlántico. Allí pensaba en los Andes. Yo creo que para mí la cordillera andina, la presencia colosal del Pichincha en todos los aspectos de mi vida, es Ítaca.

Sostenía Constantino Kavafis que, al emprender nuestro viaje a Ítaca, debemos pedir que el camino sea largo. “No temas a los lestrigones ni a los cíclopes/ ni al colérico Poseidón,/ seres tales jamás hallarás en tu camino,/ si tu pensar es elevado, si selecta/ es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo./ Ni a los lestrigones ni a los cíclopes/ ni al salvaje Poseidón encontrarás,/ si no los llevas dentro de tu alma,/ si no los yergue tu alma ante ti”. Más de veinte mil personas murieron en Nueva York durante la pandemia. Luego las protestas del movimiento Black Lives Matters evidenció que estábamos acostumbrados a convivir con otros virus más brutales.

Salman Rushdie decía en su clase de Literatura y Periodismo, a modo de broma, que para escribir un cuento sobre Nueva York había que arrancarle al texto los últimos párrafos. Algo pasa con las historias que suceden en esa ciudad, pues no se acaban. Preparando mis maletas encontré una carta de amor que había escrito al poco tiempo de mi llegada a la ciudad. Todavía no habían pasado tantas cosas, ni el paro nacional de octubre, ni la pandemia, ni las experiencias felices de la soledad y los viajes. Leyendo esas palabras, escritas por mí dos años atrás, descubrí que todo había cambiado. Ya no era yo el que escribió esa carta. Nueva York me había sucedido como una tormenta en alta mar, como una fiesta, como el renacimiento de la fe. No conservé la misiva. La dejé en un parque de la gran manzana, una tarde roja y cálida.

Los libros sobre Nueva York, todos los libros, son ruinas. Son las cenizas finales de un fuego que ya sucedió. Son un resplandor de una luz que ya no está, son una pieza de arqueología, son las últimas partículas de un olor o un placer que se evaporan. Son la memoria, ya casi olvidada, de un viaje que la escritura no reconstruye del todo. La escritura, de hecho, no está en los libros. Es una experiencia, una sensación del cuerpo, un dolor o una alegría que se perdió. La poeta chilena Micaela Paredes escribió: “Porque siempre me duelen/ unas pocas palabras”. Una prueba de anticuerpos y un PCR confirmaron la ausencia del coronavirus en mi organismo. Ya sólo quedaba el camino, atravesar aeropuertos, volver a ver los cerros que rodean Quito. Antes de partir, fui al correo y envié mis últimas postales. También supe que Carlos Ruiz Zafón, un novelista que me acompañó en mi niñez, había muerto. Traté de recordar, sin éxito, qué era lo que buscaba yo en los libros, en los viajes, en el amor. Quizá algún día volveré a entender qué significan las Ítacas. (O)