Los escasos sondeos de opinión que circulan por las redes ya miden a los posibles candidatos para la elección presidencial. Tan perdidos como el resto de ecuatorianos, los encuestadores que se atreven a hacer su trabajo en esta semicuarentena consultan solamente sobre las posibilidades de las figuras más conocidas. No pueden hacer otra cosa, porque el resto de nombres que llenarán la papeleta serán en su mayoría de personas que ni a sus familiares se les ocurriría pensar que puedan ser candidatos. Por el momento, hay que conformarse con las cifras acerca de cuatro o cinco políticos conocidos que suenan como posibles candidatos, aunque varios de ellos se empeñan en negarlo o en dar largas a la decisión.

Un dato de interés en esos sondeos prepreliminares es la baja intención de voto para esos supuestos competidores, lo que dibuja un empate múltiple por debajo del 20 %. Si se mantuviera esa situación, se configuraría un resultado similar al de la última elección de alcalde de Quito, en que el elegido apenas bordeó esa cifra y el triunfo se produjo por un puñado de votos. No se puede descartar que ocurra algo parecido, ya que confluyen varios factores para impedir que uno o dos se separen del pelotón. Primero, la elección se realizará en un ambiente de apatía y rabia de la ciudadanía, que se agudizará por las condiciones en que se desarrollará la campaña. Segundo, si frente a la pandemia las organizaciones políticas no han tenido la mínima intención de llegar a acuerdos, mucho menos la tendrán para evitar la proliferación de candidatos. Tercero, una competencia de esa naturaleza llevará a que cada uno levante promesas tan descabelladas que será imposible diferenciarlos y tomarles en serio. Por todo ello, es muy probable que quien gane, en un juego más parecido a una ruleta que a una elección, tenga bajísima legitimidad de origen.

Otro aspecto a tomar en cuenta es el apoyo que tendría un candidato correísta. Invariablemente, este incógnito personaje se sitúa en uno de los dos primeros lugares, pero tampoco logra desprenderse del resto y en casi todas las simulaciones pierde en la segunda vuelta. Agarrándose de esto último, con una matemática de primer grado y una política de novatos, los opositores a esa corriente confían en que pueden ir separados en la primera para agruparse en la definitiva. No consideran que para llegar a esta deberán demostrar quién es la encarnación del antidemonio, lo que les llevara a hacer una carnicería entre ellos. Quedarán heridas que no cicatrizarán en el corto plazo que hay entre las dos vueltas. Cualquiera que sea el candidato correísta –la hermana, el hermano o un dócil y manipulable Cámpora– partirá con la ventaja de diez años de campaña ininterrumpida, con muchísimo dinero y con unas redes clientelares que, con fino olfato y memoria reciente, detectarán la fuente de las prebendas. Aunque en este momento las encuestas digan lo contrario, el correísmo puede triunfar fácilmente si pasa a la segunda vuelta. Algo obvio pero escasamente comprendido por los políticos es que esta elección será absolutamente diferente a todas las anteriores. La pandemia, o sus estragos en caso de que hubiera pasado, es solo un factor. Octubre fue otro. La indecisión del Gobierno, que le impidió concluir el proceso de transición, será el más importante. (O)