En esta columna quisiera referirme no a la enfermedad en sí, sino a sus usos metafóricos. Es decir, dejar de lado su descripción clínica y concentrarme en ciertas imágenes y estereotipos que el COVID-19 ha producido o reforzado. Susan Sontag, en dos recordados libros, hablaba sobre el impacto social de las fantasías punitivas y sentimentales que se movían alrededor del cáncer y el sida. Advertía, además, sobre los peligros de aquellas representaciones. Decía Sontag: “Una enfermedad, por grave que sea, no es más que una enfermedad. Lo peor que puede hacerse es convertirla en una imagen que sirva para estigmatizar o moralizar a quien la sufre”.
A mediados de marzo, mientras el COVID-19 se ensañaba con Italia y España, se activaron nuevamente los viejos y manidos estereotipos sobre el sur de Europa. Los irresponsables italianos y españoles la habían liado de nuevo. El tono solo empezó a bajar días después, cuando la situación explotó de mala manera en Inglaterra, Francia y Estados Unidos.
Algo parecido ocurrió en Ecuador. El COVID-19 revivió los clichés regionalistas de toda la vida. En plena crisis, la periodista Janeth Hinostroza echó mano de la vieja figura del guayaquileño indisciplinado e inconsciente. Sugería, además, aislar Guayaquil para evitar que su insensatez contagiase al resto del país. Desde luego, Hinostroza no ha inventado esa imagen. Circula desde siempre en la cultura nacional.
La historia es rica en ejemplos de pestes que se asocian con la personalidad de una comunidad o se interpretan como castigos por sus errores o laxitud moral. Tampoco ha sido infrecuente el atribuirles un origen afuereño: es el enemigo externo que viene a contaminarnos. La salud, en este sentido, se convierte en una virtud propia frente a las enfermas desviaciones de los otros. Basta recordar las declaraciones de Trump sobre el destructivo “virus chino”.
La relación entre la peste y el desorden social tiene una larga tradición en la literatura y la filosofía política. Las pestes son oportunidades inmejorables para activar metáforas que encubren prejuicios de larga tradición. Se utilizan para señalar anomalías que deben ser corregidas o sancionadas cuanto antes, pues amenazan por igual a culpables e inocentes. Allí radica su mayor problema. El desorden de unos cuantos provoca la ira divina que caerá sobre todos. Dios, al fin y al cabo, no se anda por las ramas. Tampoco la naturaleza: aquella otra divinidad inflexible, muy invocada en estos tiempos, que siempre está dispuesta a devolvernos los males que le provocamos.
Las trampas metafóricas de purgas y castigos deforman la experiencia de la enfermedad y nos impiden verla con un mínimo de seriedad. Después de todo, una metáfora, según la clásica definición de Aristóteles, es “dar a una cosa el nombre de otra”. Es decir, lo menos recomendable que puede hacerse en situaciones como esta.
Los sucesos terribles, sin embargo, siempre pueden tener consecuencias positivas e impredecibles. Hay algo bueno dentro de esta tragedia: su solución requiere un esfuerzo conjunto. Es una amenaza global que necesita de una solidaridad igualmente global. Nuestras mezquinas diferencias deben ser puestas de lado. Hay que terminar con aquella idea de globalización en la que el mercado es el único encargado de corregirlo todo. También hay que liquidar de una vez por todas los populismos nacionalistas del tipo “America First”, que pretenden abandonar al resto a su suerte. Al final del día, el tono amenazante de una descontrolada Hinostroza (“quédense allá con su indisciplina”) es lo peor que podría dejarnos el virus. (O)