Vengo a denunciar la desaparición de los viejos. En su lugar se instalaron los adultos mayores, a quienes de vez en cuando les dicen abuelos aunque no tengan nietos, como si fuera un insulto decir la verdad y hablar en castellano. No tiene nada de malo llegar a viejo; es al revés: una señal clara de buena suerte. A pesar de eso los epidemiólogos han situado en el grupo de riesgo del nuevo coronavirus a todos los mayores de 65, una edad en la que se pueden tener canas, ser jubilado y hasta bisabuelo, pero para anciano todavía falta un rato.

Según datos de la Organización Mundial de la Salud, más del 50 % de las muertes por COVID-19 en Europa ocurrieron en geriátricos, y en España llegó al 67 %. Es que muchísimos de los viejitos de la Europa civilizada y democrática, viven en geriátricos, residencias, hogares... o como los llamen para anestesiar sus conciencias.

Esas residencias no son establecimientos de salud. Salvo el caso de los llevados por congregaciones religiosas y algunas instituciones de beneficencia, son actividades comerciales asimiladas a la industria de la hospitalidad. A revés que los hospitales y clínicas, donde la hotelería es secundaria, los geriátricos son primariamente hotelería y la salud es secundaria, cosa lógica porque la vejez, igual que los embarazos, no son enfermedades aunque necesiten algunas ayudas médicas.

Los hay de todo tipo y color y debemos suponer que cuidan a los viejitos con gran profesionalismo, pero también hay que aceptar que cubren una demanda que es la verdadera responsable de lo que pasó. Y lo que pasó es que el nuevo coronavirus entró en los geriátricos como el fuego en un pajonal seco, llevado los mismos empleados en su trajinar de casa al trabajo y vuelta todos los días. La situación obligó a intervenir a la autoridad sanitaria española, que por verse desbordada en el pico de los contagios, debía elegir entre salvar a jóvenes o a viejos… y descartaba a los viejos.

La pandemia ha desnudado el egoísmo atómico de occidente y los ancianos han sido las primeras víctimas. Lo tremendo es que ocurrió en los países con mejor nivel de vida y también donde se vive más tiempo, aunque así no valga la pena vivir.

Abrazamos a los hijos, amigos, colegas y vecinos pero descartamos a nuestros viejos en asilos. Tenemos lugar para guardar bajo techo una inmensa cantidad de cosas inútiles y no tenemos una cama y una mesa de luz para nuestros viejos. Convivimos con perros y gatos pero despreciamos a nuestros propios padres y abuelos. Desechamos por comodidad uno de los tesoros más valiosos de la vida familiar que es la relación entre abuelos y nietos.

Ya sé que puede haber casos difíciles o que requieran atención especial, pero así y todo deberíamos pensarlo más de cuatro veces. Abandonar a un viejo es tan grave como abandonar a un niño y sin embargo los dejamos en geriátricos solo porque nos resulta más cómodo. Algo habrá que cambiar en las leyes, en la justicia, en la política sanitaria y previsional, en la arquitectura de las casas y en el sentimentalismo idiota de quienes, con los hechos, aman más a sus mascotas que a sus ancianos. (O)