Durante los dos años que viví en los Estados Unidos pude ver de cerca las grietas internas de aquel país, y que son ahora más que visibles para el resto del mundo. Viví en Alabama, el tercer estado más pobre de la nación. También es un estado con una dolorosa historia de segregación racial; y quizás por eso fue el estado donde Martin Luther King inició su gran marcha, desde la población de Selma hasta el Capitolio en Washington D. C.

Me tocó ver de cerca las protestas ocurridas en Ferguson, Missouri, provocadas por el asesinato de Michael Brown a manos de un policía. Poco después, en Staten Island, Nueva York, Eric Garner también moría a manos de un oficial de Policía mientras repetía sin parar “I can’t breathe”; en español, “¡no puedo respirar!”. Ahora, hemos sido testigos de cómo George Floyd repetía las mismas palabras de Eric Garner mientras un policía de Minneápolis apoyaba todo su peso contra el cuello de Floyd. Todos ellos, Brown, Garner y Floyd –además de muchos otros–, tenían algo en común: eran afroamericanos, estaban desarmados y fueron víctimas del abuso policial.

Los principales problemas sociales en los Estados Unidos tienen su origen en sus conflictos raciales; en esa contradicción dada en su nacimiento, como un país fundamentado en la libertad, pero con una economía basada en la esclavitud.

Muchos entendimos la elección de Barak Obama como un gesto de apertura, como un reconocimiento a diversidad étnica y cultural que caracteriza a esta nación. En contraparte, la presidencia de Obama fue vista como una amenaza por las figuras dominantes blancas. En él veían el final de su predominancia sobre las demás etnias, y el inicio de una era en la cual dejarían de ser la clase dominante del país. De ahí que surgiera la figura populista de Donald Trump, como aglutinador de las élites blancas y de sus estratos sociales más precarios y reaccionarios. El racismo siempre ha sido el talón de Aquiles de los Estados Unidos. Pero el presidente Trump ha sido el primero en hacer lo que nunca hizo el Pélida de La Ilíada: apuñalarse él mismo su propio talón. Es como si intencionalmente él quisiera que se dé la confrontación violenta entre sus propios compatriotas; y semejante situación es fácil de provocar, pero difícil de controlar.

La muerte de George Floyd ha provocado algo no ocurrido antes con las muertes de sus semejantes en el 2014. El abuso del que fue víctima causó indignación a nivel nacional. A eso debemos sumarle la crisis económica y las críticas condiciones que causaron el mal manejo de la pandemia por parte del gobierno federal, que se niega a asumir responsabilidades sobre lo ocurrido.

Sin embargo, no todo está perdido. Los noticiarios han mostrado no solamente protestas; también nos han mostrado policías integrándose a las marchas, o arrodillándose junto con los protestantes, como señal de reconocimiento ante lo que está mal y no debería volver a pasar. Esas imágenes nos dicen que aún existe la posibilidad de que este conflicto surjan bases sólidas para una convivencia armónica, basada en la libertad, la igualdad y la fraternidad. (O)