A todos nos gusta escuchar una buena historia. Es tanta nuestra afición por estas que muchas veces elegimos creerlas, aunque sean falsas. Pero esto no debería sorprendernos. El amor por las historias es una característica que ha sido adoptada por todos los homínidos y, potencializada, por el más famoso: el Homo sapiens. Desde nuestros inicios nos hemos valido de historias, fábulas y mitos para entender el mundo que nos rodea y, por otro lado, e igual de importante, para crear una identidad colectiva. La técnica, como lo ha explicado el profesor Yuval Noah Harari, es extremadamente útil y nos ha permitido formar elaborados mitos –desde religiones hasta nacionalismos– alrededor de los cuales hemos alcanzado un éxito asombroso como especie.

El problema con estas historias, mitos y fábulas es que, en su absoluta mayoría, son mentiras.

Y lo son porque, generalmente, los hechos que pretenden explicar son mucho más complejos de lo que se resume en la narrativa de la historia. Esto es comprensible, en la antigüedad más que todo, porque cuando enfrentábamos un problema, lo más fácil era darle una explicación sencilla que nos inspire y motive a resolverlo. Más difícil y, definitivamente, menos inspirador es aceptar la ignorancia y explicar que la resolución del problema no es tarea sencilla.

En todo caso, mientras estas mentiras permanezcan en la esfera interna de una persona parecen intrascendentes, no así cuando se exteriorizan y peor si se transforman en políticas públicas. Así, hoy en día, cuando el futuro y la supervivencia del planeta dependen directamente de nuestras acciones, continuar perpetuando determinados mitos parece ser lo más cercano a un suicidio colectivo. Atrás han quedado los días en que las acciones de los humanos tenían un impacto local e intrascendente en la bioesfera.

Para ayudarnos a sobrevenir este dilema, el difunto profesor Hans Rosling propone que cambiemos nuestro enfoque mental frente al mundo. Desde uno basado en historias y mitos hacia uno basado en hechos y realidades, lo que él denomina Factfullness. Un enfoque semejante valoraría los hechos y la realidad por encima de los mitos y fábulas intrínsecas en las historias que nos hemos venido contado, por más bonitas e inspiradoras que sean. Lo anterior es indispensable para aquellos que establecen las políticas públicas globales, las que, por un imperativo de eficacia, deben fundamentarse en hechos, en datos, en definitiva, en la realidad empírica y no en mitos o en dogmas ideológicos populares de cada época.

Un enfoque realista del mundo es urgente si, a largo plazo, queremos sobrevivir como especie. Hoy es el COVID-19; mañana, e igual de urgente, será la lucha contra el calentamiento global. Y para ganar estas batallas, de las cuales depende nuestra supervivencia, necesitamos de soluciones eficientes que solo las podremos alcanzar si las basamos en la realidad. Al final, como dice el maestro de los maestros Carl Sagan en su libro El mundo y sus demonios: “Para mí es mucho mejor comprender el Universo tal como es en la realidad, que persistir en el engaño, por satisfactorio y tranquilizador que sea”. (O)