Esta posibilidad, primero deberes y después derechos, es la actitud individual más honorable y de mayor eficiencia en los actuales momentos que tanto exigen de nosotros para salir de la gran crisis. Sin embargo, no es obvio que este enfoque sea asumido, en unos casos, por la desfachatez intrínseca a grandes grupos de ciudadanos que se mostró en esta época trágica, cuya manifestación mayor es la venal corrupción que enquistada socialmente nos carcome y destruye; y, en otros, por el conocimiento que algunos puedan tener de la historia de estos dos conceptos, especialmente la del siglo XX, marcada por las abominaciones contra la dignidad de las personas cometidas por regímenes políticos como el nacionalsocialismo, el fascismo y el comunismo, que transgredieron el respeto debido al ser humano e implantaron la barbarie del desafuero moral. Mussolini, en Italia, arengaba para que los deberes con la ideología fueran considerados en primer lugar y solamente después los derechos. Frente al desmoronamiento de la civilización y a ese artero discurso, el mundo, cuando pudo, reaccionó y posicionó a los derechos como el fundamento de todo ordenamiento jurídico internacional y nacional. No se habló más de los deberes, porque hacerlo en ese contexto era de alguna manera reeditar lo inenarrable del oprobioso pasado.

Sin embargo, los derechos no pueden entenderse sin el deber de los otros de respetarlos. Cualquier derecho individual exige que las otras personas y la comunidad los consideren como su objetivo. Los grandes principios y valores que fundamentan la civilización parten del deber que tiene cada persona por su condición de miembro de una comunidad, que al mismo tiempo que protege ciertas prerrogativas, exige de los otros que las respeten porque tienen la obligación moral de hacerlo para ser sostenibles en el tiempo. Virtudes como la solidaridad conllevan ante todo responsabilidad personal frente al prójimo, asumiendo que la identidad individual se alcanza y construye desde el reconocimiento del otro y del entorno del que formamos parte. El otro no es el infierno como lo planteó Sartre en una de sus reputadas novelas, sino que es condición inexcusable para la propia realización individual, que no puede alcanzarse si no es comunitariamente y de manera interdependiente. Por eso, los deberes son insustituibles, porque al ser asumidos, definen la vida social y garantizan la sostenibilidad.

Desde estas consideraciones, frente a la tragedia y a la necesidad de desviarla positivamente, estamos obligados a transformar este escenario de infortunio en uno de superación, y para eso, necesitamos vivir los deberes con entereza, porque desde la entrega a una causa que tiene como objetivo al otro, las capacidades se incrementan por la práctica de conductas que transforman. El respeto y cumplimiento de formas de actuar que buscan cuidar la vida de todos siempre será el objetivo supremo de todo individuo, porque así nos preservamos, conectándonos con la ética del deber que ha inspirado siempre lo mejor de la civilización y ahora podría ser un renovado referente en la constante búsqueda de supervivencia y proyección positiva. (O)