Cuando tenemos más de dos meses de encierro, es bueno considerar diferentes realidades, según la prensa mundial. Al parecer, Alemania y los países nórdicos son los que mejor han reaccionado y muestran alentadores resultados en el manejo de la pandemia. Sus pueblos son disciplinados, los Gobiernos son capaces y tienen reservas económicas suficientes para enfrentar la crisis. Son lo que nosotros no somos. Uno de los factores es la disciplina. Nosotros somos desobedientes y no respetamos la ley. Hay que admitir que es casi imposible que el pueblo, por ejemplo, de Guayaquil y de la Costa, permanezca en las casas. ¿Qué casas? Muchas personas viven hacinadas, paupérrimas en tugurios calurosos. El calor los expulsa de las casas, hacen su vida afuera, en la calle. En las horas de la canícula, ¿se puede permanecer encerrado? Y los pobres que no tienen para comer si no salen a trabajar, ¿cómo sobreviven?, ¿se puede ser disciplinado en estas condiciones? En los países antes mencionados estaban en invierno, hace frío en las calles y las casas son refugio natural. Es más fácil obedecer.

El gobernante que conoce a su pueblo no dicta órdenes que no se pueden cumplir porque van casi contra natura. Tiene que contar con ese factor y más que una disciplina draconiana, convencer a la gente de que debe soportar la incomodidad para no contaminarse. También ha de considerar que desde el siglo pasado la rebeldía se elevó a gran valor social. Ser contestatario, insumiso, despreciar las reglas y el protocolo era elogiado. Obedecer era de tontos y burgueses. Un dirigente de la UNE, en 1993, luego de una huelga de dos meses, al preguntarle qué iban a enseñar a los alumnos para recuperar el tiempo perdido, me contestó: “Rebeldía”.

Otro asunto que me toca directamente es el de la vejez. Nada de eufemismos de la “edad dorada”. Los viejos estamos expuestos a contaminarnos y a morir, y debemos cuidarnos. Es verdad. Pero de ahí a prohibir que los adultos mayores concurran a templos, restaurantes y lugares públicos, hay un abismo de injusticia. Sería como someternos a una condena guardando prisión domiciliaria, como si los viejos fuéramos delincuentes condenados. Es una crueldad que viola todos los derechos humanos. Descreo de la sinceridad de las leyes y de la autoridad que dice respetar y privilegiar a los “queridos viejecitos”. Estas prohibiciones son insensatas. Los viejos sabemos que estamos más cerca del final. Digo que tengo más amigos en los cementerios que en las calles, pero debo rechazar la necia discriminación. Cicerón en su Diálogo de la vejez dice: “ Es respetable la vejez si se defiende a sí misma, si mantiene su autoridad, si se gobierna con una total independencia”.

La autoridad debe hacer medicina preventiva, ir a los viejos, buscarlos y protegerlos donde viven, usar el Registro Civil para saber quiénes son, dónde están. Pregúntenles si necesitan ayuda, no les impongan obligaciones, nos lo humillen con dádivas si ellos no las piden, ni enreden sus pasos con trámites burocráticos. Merecemos vivir nuestros últimos años con dignidad. ¡Respétenos, señor presidente!

(O)