El Ecuador de los grandes plásticos ha sido arrasado ya, se nos van y quedan vacantes sus tronos. El arte crece a través de estallidos de singularidades como Miguel Varea, era la explosión de un astro, que no le debe nada al resto del universo, sino a su propia luz que irradia brillante. Las crónicas registran un breve paso por la escuela de Bellas Artes y hasta por la Facultad de Arquitectura, pero decimos muy poco de él si lo calificamos de autodidacta. Era un iluminado. ¿Qué fórmulas, qué filtros de brujos andinos y tropicales le alcanzaron el don? Por eso era tan asombroso conversar con él, inteligente y culto, pero sobre todo lúcido y coherente, aunque esa coherencia y esa lucidez se manifestaban en otra dimensión.
Raya a raya, en laboriosísimas urdiembres, acompañadas de mensajes en una caligrafía personal, con sintaxis y ortografía propias, se manifestaban sus visiones de un mundo desencantado y espantado. Esos enjambres de líneas cuidadosas y firmes delimitaban personas y fantasmas, que proferían alaridos o callaban brutales. Siempre en blanco y negro, o en negro y blanco, como en unos gigantescos scratchs que vi en los ochenta, hasta que el color se filtró como una niebla que desvaneció toda figuración. Como lo suyo era la raya, el trazo, cayó en el grabado, delicado arte en el que alcanzará la maestría, otra más. Volverá a la figura en nuevas búsquedas, óleos o lápices de color, ya era igual, sin ataduras. Y siempre a su lado Dayuma, ángel, cable a tierra, cable al cielo... Yo que quería escribir una misiva personal, he terminado haciendo un esbozo de su trayectoria, para el que no estoy autorizado. Pero quería explicarme, porque quería explicar mi admiración de alguna manera, al honesto entre los honestos. Jamás se vendió ni hizo de su espátula cuchara, como tantos otros que prostituyeron sus pinceles, cinceles y plumas hasta llegar a la degradación en la infame década pasada.
Era la encarnación genial del espíritu de nuestra época, de esos años sesenta y setenta, a los que llegué tardíamente y luego me esfumé, como podría haber dicho Miguel, en aficiones equivocadas. Varea era paradigma de nuestra patria del tiempo, de esos decenios rebeldes en las que se intentaba cambiar al mundo con las ventanas del espíritu abiertas a toda luz y todo viento. Pocos como él conseguirían ser tan consecuentes con esas ideas y esas pulsiones, tanto en su actitud vital como en su obra. Capaz de llenar hasta el último centímetro del Centro Cultural Metropolitano de Quito con sus creaciones... allí ese caimán tulicio en escala enorme, inusitada para la técnica del lápiz de color, allí ese retrato del gran Enrique Grosse-Luemern, por si a alguien le cabían dudas de su destreza, y ese óleo La mullapa, la mujer que esconde en el seno sus sueltos... ah, pero eso no fue allí, es que a pesar de su diversidad la obra de Varea se confunde en un sólido conjunto que ahora con la muerte se agiganta y se vuelve eterno. Disculpa la tardanza, tu amigo, Donathien Alphonse Francois (otro día les explico).(O)