Vicente Rocafuerte es una de las más altas figuras de la historia del Ecuador, fue un estadista singular, un magistrado enérgico, un político de firmes convicciones. “En lo económico tuvo ideas claras y precisas que aplicó en su administración, basadas en la probidad, la energía y la implacable persecución de los defraudadores”. “En 1839 terminó su periodo presidencial y se hizo cargo de la gobernación de Guayaquil hasta 1843, lapso en el que aplicó sus características de energía y probidad y mereció la gratitud ciudadana, sobre todo por su actuación al combatir la terrible epidemia de fiebre amarilla”. Es la versión justa del historiador Jorge Salvador Lara.

La goleta Reina Victoria llegó a Guayaquil el 31 de agosto de 1842 procedente de Panamá con infectados de fiebre amarilla; el contagio en la ciudad fue inmediato. No se conocía absolutamente nada sobre la fiebre amarilla o ‘vómito prieto’. Los médicos de la ciudad no habían visto nunca ningún cuadro de esta enfermedad, exactamente como ahora con la pandemia del coronavirus. Recién a fines del siglo XIX, el científico cubano Carlos J. Finlay descubrió que el mosquito Aedes aegypti era el vector epidemiológico de esta enfermedad.

No había familia que estuviere libre de tener algún contagiado dentro de sus casas; el Hospital de la Caridad colapsó por la gran cantidad de enfermos que clamaban por ser atendidos; igualmente, muchos médicos y enfermeras que atendían a los pacientes murieron contagiados.

Producto de la rapidez del contagio, los negocios se cerraron y por temor a ser contagiados, muchos trabajadores, obreros y empleados dejaron de ir a trabajar. Las actividades en el puerto prácticamente se redujeron a cero, el fisco no podía recaudar prácticamente nada. “Todo está paralizado”, le informa Rocafuerte al presidente Juan José Flores, “Las tiendas cerradas, las oficinas desiertas, nada se paga, nada se cobra y el tesoro está exhausto; estamos 19 y no sé cómo pagar a la tropa... Yo saco fuerzas de mi misma debilidad, y aparento ser insensible, para dar el ejemplo de la resignación, del valor y de la constancia”.

Frente a esta situación, el gobernador Vicente Rocafuerte tomó acción de inmediato, con liderazgo, firmeza y gran sensibilidad humana. Rocafuerte, montado a caballo, recorría diariamente la ciudad, recibía información de los médicos para estar al tanto de la situación y tomaba las medidas necesarias. Su palabra era creída y respetada, él mismo oficiaba de vocero e informaba: “La epidemia no afloja, el número de muertos es siempre de 25, a 30 y 36 por día y los médicos son de opinión que con el invierno puede localizarse y permanecer en este recinto hasta el mes de junio…”.

Ante la penuria fiscal organizó una colecta pública; dando ejemplo, él fue el primer contribuyente, se sumaron banqueros, ricos comerciantes y las pocas empresas que existían; ese dinero recaudado era de inmediato distribuido y como de costumbre informaba: “Todos los días se socorren 100 pobres, a razón de dos reales, y las familias de poca fortuna que en el día con nada cuentan reciben socorro de 2, 3 y 4 reales según el número de enfermos que tienen en sus casas. Establecido este régimen, y contando con los fondos necesarios para el pago de tropas, mantenimiento de hospitales y sueldos de los civiles, cualquiera puede seguir la senda trazada, en caso de enfermedad o morirme, a lo que estoy resuelto antes de abandonar mi puesto”. Para recaudar más fondos, formó una Junta de Beneficencia presidida por él y con la colaboración del alcalde, un concejal municipal, el administrador de aduanas y en la que se incluyó el cónsul de Nueva Granada.

Rocafuerte no se dejó vencer por la calamitosa situación económica, estableció la prioridad de sus obras: un nuevo panteón. Fuentes para dar agua potable a la ciudad. Empezar a secar los grandes pantanos que forman el estero Salado. “En cuanto al nuevo panteón, dentro de un mes lo tendré concluido, después lo hermosearemos y se hará una obra elegante, basta por ahora para satisfacer la necesidad que requiere la salubridad del país. En cuanto al agua he pensado mucho en este ramo, y he inventado un método muy económico para hacer fuentes que suministren 20 000 galones diarios de agua exquisita y cuyo costo no pase de 6000 pesos. Me aventuro a proponer, cuando llegue el caso, a hacer una fuente de esta naturaleza por la suma de 6000 pesos y con 4 fuentes de esta clase habría para inundar esta ciudad de muy buena agua”.

No siempre los datos numéricos de una tragedia o epidemia son fidedignos, pero tomamos como referencia los que señala el doctor José Mascote en su Informe sobre la fiebre amarilla, publicado en 1843. La población de Guayaquil en ese entonces era de 20 000 habitantes, en los tres primeros meses emigraron o huyeron de Guayaquil entre 1300 y 1500 personas. Entre septiembre de 1842 y febrero de 1843 se reportaron 8500 contagiados y 1691 muertos, a estas cifras se suman 753 muertes producidas desde marzo a diciembre de 1843, dando un total de 2444 muertos que dejó la epidemia. La similitud de la epidemia de la fiebre amarilla de 1842 y la que estamos viviendo por el coronavirus es patética. La diferencia es que en 1842 Guayaquil tenía una autoridad de temple, coraje y de un auténtico liderazgo.

Benjamín Carrión, en sus Cartas al Ecuador, escribe: “Rocafuerte no se sacrificó. Sirvió. Y al servir a esta tierra, sin minúsculas y subalternas preocupaciones de elegancia ni serenidad fue el gobernante ecuatoriano por excelencia: enérgico y culto, honrado y progresista”. (O)