He vuelto a Salinger. Me he refugiado en una literatura que persigue, desesperadamente, recuperar la niñez o las imágenes claras de la niñez. El día en que los ejércitos aliados, liderados por el naciente imperio de los Estados Unidos, desembarcaron en las playas de Normandía, J. D. Salinger tenía 25 años. El ataque a Pearl Harbor había retrasado o confirmado su destino de escritor. Participó de algunos de los momentos más desoladoramente gloriosos del siglo XX: la liberación de París, la liberación del campo de exterminio de Dachau. El horror, en toda su magnitud, lo rompió por dentro. Nunca volvería a ser el mismo. Al final de la guerra pidió que lo internen.

Su cuento Un día perfecto para el pez banana, que habla del alma desecha tras la guerra, es un corto recorrido por la lucidez de la desolación. Algo tiene este relato, yo no sé qué es, pero lo percibo como si me lo contara Chavela Vargas o como si fuera su voz la que me lo lee. La vida humana, si la pensamos demasiado, carece de sentidos profundos. Son unas pocas simples cosas las que nos sostienen. Lo demás son traumas, mezquindades, la propia oscuridad. “La principal diferencia entre la alegría y la felicidad, es que la alegría es líquida y la felicidad es sólida”, escribió Salinger en un cuento. En 1951, otra vez en Nueva York, publicó su novela El guardián entre el centeno. Un libro como un grito que ruega retornar al niño que fue, a esas primeras inquietudes de un alma sensible, a la inocencia de quien todavía no sabe que, tarde o temprano, verá el horror y será mucho peor de lo que se imagina. “Lo peor de convertirse en artista es que podría hacerla siempre un poquito infeliz”, escribió. Curiosamente, el 8 de diciembre de 1980 Mark David Chapman leía esta novela, considerada de culto, mientras esperaba que lo arresten. Había asesinado a John Lennon. En el ejemplar escribió: “Esta es mi declaración”.

Sobre los riesgos del artista: para Chavela Vargas la felicidad nunca fue sólida. Fue como el amor, unas pocas imágenes efímeras, un invento raro en noches de borrachera. Veo el documental sobre su vida, que dirigieron Catherine Gund y Daresha Kyi, y no puedo parar de llorar, de principio a fin. No es necesariamente tristeza. Yo creo que Chavela, más que artista, era sacerdotisa, maga antigua y poderosa. Escuchar su voz, aproximarme a su vida, es una catarsis, una epifanía, un amor que inunda violentamente el cuerpo. Todo el dolor del mundo cuando lo dicen sus labios es algo hermoso. Quisiera, cuando me siento a escribir, poder dar tanto, darlo todo, como Chavela Vargas cuando canta.

La escritura, en alguna medida extraña y dentro de él periférica, redimió a Salinger, o le permitió vivir. En 1953 publicó Nueve cuentos, el libro que he acabado de leer y que me obsequió Nicole Galindo. Todas estas historias fueron trabajadas quirúrgicamente. Muchas primeras versiones fueron rechazadas por The New Yorker, que las publicó sólo cuando Salinger, reescribiendo una y otra vez y otra más, se superó a sí mismo. En 1961 publicó Franny y Zooey, y en 1963 Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción. Nada más publicó en vida. Murió el 27 de enero de 2010, con 91 años, y tras décadas de silencio y aislamiento.

Chavela se aisló por 12 años o más, se calló totalmente, se murió a ojos del público. Ya era totalmente alcohólica cuando asistió, ebria, al funeral de José Alfredo Jiménez. Ya le había roto el corazón a Frida Kahlo. Ya había amanecido en los brazos de Ava Gardner, en Acapulco. Hasta principios de los 70 era una cantante de cantinas. Ya que le tenía tanto pavor al escenario se tomaba ardientes sorbos de tequila para darse valor. Luego se desplomaba de borracha y ya no la querían invitar. Era lesbiana en México, se vestía como hombre y siempre andaba armada. Alguna vez dijo que el alcoholismo era una enfermedad del alma, no del cuerpo.

Vuelvo a Salinger. Ya dije, el domingo anterior, que esta pandemia nos está envejeciendo a todos. No será fácil olvidar las circunstancias atroces en las que tantas muertes se han dado. Recuerdo, sin embargo, que todos moriremos algún día, que ese es nuestro destino inevitable. ¡Qué fácil es decir esto desde la vida! En otro de sus cuentos, llamado El periodo azul de Daumier-Smith, Salinger nos habla de un instructor de pintura por correspondencia (hoy sería como dar clases por Zoom), que se enamora de Sor Irma, una alumna a la que nunca conoce y que le deslumbra. Le escribe, desesperadamente, que quiere conocerla, que quiere acompañarla a explorar el arte de crear imágenes y colores. El párroco y la madre superiora la retiran de la escuela. Daumier, luego de un repentino e intenso sufrimiento, tiene una epifanía y decide que no puede enviarle la carta en la que le insiste que sea pintora: “Le daré a Sor Irma la libertad de seguir su propio destino. Todos somos monjas”.

Nadie, nunca, ha cantado el pasillo ecuatoriano Sombras como Chavela Vargas. A principios de los 90 alguien, algún mesero, les dijo a las dueñas del teatro-bar El Hábito que Chavela Vargas estaba entre el público. Todos la tenían por muerta. Le pidieron que cantara y tras mucha insistencia –además, su pareja le exigió que se subiera al escenario sin una gota de tequila–, aceptó. Ese día volvió a nacer. Dicen que lloró de la primera a la última canción. Ese día dejó de ser cantante de cantinas para conquistar los escenarios míticos de la música en lengua española (aunque la actriz francesa Jeanne Moreau, que no sabía español y que lloró con sus canciones, dijo que las entendía perfectamente, porque el corazón entiende). Cantó en el Teatro Olympia de París, en el Carnegie Hall de Nueva York, y casi al final en su idealizado Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México.

Sobre los poetas, Salinger escribe: “Los poetas todo el tiempo se están tomando el clima de manera tan personal. Siempre están guardando sus emociones en cosas que no tienen ninguna emoción”. Yo me encontraba en Buenos Aires el día en que murió Chavela Vargas y todavía no sabía cómo, a lo largo del futuro y de lo que escribiría, ella iba a estar tan presente. Donald Trump recomienda tomar o inyectarse desinfectante para matar al virus del COVID-19 en el cuerpo. Esta pandemia sirve para ver descarnadamente tantas cosas. El horror. La miseria humana de mucha gente, sobre todo los poderosos. Y quizá, algún día, servirá para nacer de nuevo. Yo creo que Chavela Vargas tenía claro que el amor y la esperanza estaban sólo en las simples cosas. Como la tarde, la mano de la Macorina, la paloma negra y la luz de luna. Y su voz sí me alivia y cura el cuerpo. Cuantas cosas de este abril quedarán para siempre prendidas hasta adentro del fondo de mi alma. (O)