Nuestro invitado

En el encierro por la pandemia, apenados por la tragedia, entre el dolor, el miedo y la incertidumbre, notamos las redes sociales repletas de hastío, pesimismo y desaliento. Y hay razones para esta ansiedad colectiva. Hace poco salimos golpeados por diez años de abuso y corrupción, pero esperanzados en una transición hacia la democracia. Y de pronto, entre tanto problema, viene la pandemia y nos hundimos más en una insospechada y profunda crisis. La desgracia completa.

Lo preocupante es el enorme enojo de la gente con la política, los políticos y la representación. La Asamblea es objeto de expresiones de rabia y desprecio. Vapuleada con repulsión y sus miembros señalados como los responsables de la desdicha. Mientras la ingenuidad afirma que es una campaña de desprestigio que proviene del Gobierno, pienso de inmediato sobre los riesgos de la antipolítica en tiempos de crisis, en la condena que generaliza y no discrimina. Las aventuras autoritarias germinaron en escenarios parecidos, porque las sociedades también intentan el suicidio.

Se formulan propuestas, olvidándose de la Constitución, para eliminar el financiamiento público de las organizaciones políticas, reducir el número de asambleístas y hasta cerrar el Parlamento; porque dicen no sirve para nada. Mientras en medio de la desventura se afirma que la realidad supera la legalidad, pregunto: ¿significa que la competencia electoral quedaría reservada solo para quienes tienen fortuna? ¿A cuáles provincias se les recorta la representación?

¿Es posible democracia sin representación? Alguien podría decir que sí, existió en Grecia, en el Ágora de Atenas. Pero eso fue hace más de dos mil años. La famosa libertad de los antiguos, mencionada por Benjamín Constant, donde una minoría tenía todo el tiempo para dedicarse a discutir lo público, porque una mayoría de esclavos debía trabajar para ellos. Eso no es posible en la sociedad moderna. Entonces, ¿una democracia sin partidos? El sistema de partido único se llama dictadura o régimen totalitario, ejemplos Cuba, China Popular o Corea del Norte; lo que fueron el fascismo y el nazismo. Las democracias sin partidos terminan siendo gobernadas por un caudillo furioso y redentor. Ya lo tuvimos y lo acaban de sentenciar por corrupción. En ausencia de legalidad, cohesión social, instituciones sólidas y sentido de pertenencia, las sociedades terminan en los tumultos del caos y la violencia destructiva. ¿Recuerdan octubre?

Es necesario que haya claridad: la representación es inherente a la democracia; y, los partidos, inevitables para una sociedad organizada y plural. Pero es cierto, de la monumental cantidad de organizaciones políticas, los cinco dedos de una mano son demasiados para considerar quienes merecen ser tales. Es que también la política se ha empobrecido. La mayoría de asambleístas son una vergüenza. Pero ellos no cayeron del cielo. Están donde están porque los ciudadanos, con su voto, los colocaron ahí.

Para regenerar la calidad de nuestra pobre democracia debe mejorar la representación. Pero tal responsabilidad es compartida entre las organizaciones que auspician las candidaturas y los ciudadanos que votan por ellas. Si la representación es un espejo en el que nos reflejamos como sociedad, ¿acaso no será que es lo que somos? (O)