Lo que se inició hace un mes, con la ruptura social y sanitaria, súbitamente, nos ha arrinconado a una orilla con olor a guerra, con sabor a muerte. Y no es que solo sean los pobres, o los ricos, o los ignorantes o los cultos, o los países del tercer mundo y no los del primero; pues en esta escisión de la esperanza y la nostalgia, donde salíamos y lo naturalizamos; algunos ya empezamos a mirar la fiera realidad del término ajeno y tal vez, el propio.

El poeta español Miguel Hernández marcó en sus célebres versos:

“Temprano levantó la muerte el vuelo, / temprano madrugó la madrugada, /temprano estás rodando por el suelo./ No perdono a la muerte enamorada, /no perdono a la vida desatenta,/ no perdono a la tierra ni a la nada”.

Por la prensa, hemos visto gente cuyos rostros oscilan entre el dolor, la rabia y la impotencia por la muerte de sus esposos, padres, hijos o hermanos o porque no saben de ellos. Las lágrimas, los insultos, la hombría que se dobla ante lo inaudito, mira al cielo; los vivos que duermen con sus muertos, los unos con el largo sueño y los otros con las dosis diarias. Hemos visto esquinas, donde entre las sombras de la madrugada se abandonan cadáveres y los cerebros preguntan si es posible el perdón para aquellos quienes saquearon la patria grande y nos dejaron tan endebles.

Hoy sabemos lo que debemos custodiar: la fe, proteger los sueños, estudiar y trabajar, el hacer planes de rodillas ante la Divina Providencia. Podemos ser víctimas o héroes, pero no los dos, al mismo tiempo; es el caso de los “héroes de las batas blancas”, los uniformados, los que limpian nuestra ciudad, los que construyen, los que nos alimentan, aquellos que igual son vulnerables y deciden ayudar y tener la audacia de amar, protegiendo.

Nos levantaremos ya que somos matagigantes combatiendo, todos los días el pegajoso lodo del miedo, la queja y el victimismo. (O)

Clara Elizabeth Real Moreira,

doctora en Ciencias de la Educación; Guayaquil