No sé muy bien por donde comenzar a escribir cuando el tema es Ernesto Cardenal. Podría hacerlo por la imagen, que siempre me ha impactado tanto, del poeta arrodillado en el aeropuerto de Managua, recibiendo una reprimenda de Juan Pablo II, por ser cura y poeta de los pobres y rebelarse contra la iglesia que sólo respondía las plegarias de los ricos. Podría hacerlo desde la rabia y la indignación que sentí al enterarme del ataque que una turba criminal intentó hacer e hizo durante sus funerales, acto orquestado por la tiranía que gobierna Nicaragua y asesina a su pueblo. Podría hacerlo desde sus poemas, que de algún modo se encuentran en las raíces de mi experiencia como lector o del latinoamericano que quise ser hace muchos años. No sé por qué prefiero hacerlo desde algo que para Cardenal era la idea y noción de Dios.

Antes de él, otros poetas de la lengua castellana indagaron en la posibilidad de Dios. La muerte de Ernesto Cardenal, de algún extraño modo, me ha trasladado a mi juvenil interés por la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz y la mística, que hoy, junto con otras señales que alcanzo apenas a advertir, me arrastran hacia Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz. A Cardenal, el hecho de hablar esta lengua nuestra, que llegó tan violentamente junto a la biblia en las carabelas de Colón, le implicó un proceso transformador, drásticamente espiritual: la necesidad, desesperada y valiente, de hacer la revolución.

En su Canto Cósmico, Cardenal recuerda la llamada que, en un viaje, recibió desde Managua para informarle sobre la muerte de Laureano, su monaguillo de Solentiname. Lo había bautizado a los 20 años, en la religión y en la revolución. Todo el club juvenil campesino fueron sus madrinas y padrinos. Dejó de creer en Dios, pero nunca dejó de ser su monaguillo. Combatió en defensa de la revolución sandinista, que había terminado con la satrapía de los Somoza. Murió, creo, en manos de los contra. Sobre él Cardenal escribió: “Compañero Sub-Comandante Laureano, jefe de los Guarda Fronteras: Digo junto con vos, que nos vale verga la muerte.” Siempre he pensado que en América Latina el lugar de resistencia frente al arrasamiento, ese que destruye y precariza nuestros cuerpos, y que pretende apagar nuestro canto y nuestra esperanza, es un lugar místico y tiene que ver con la actitud frente a la muerte, que termina siendo una forma de asumir la vida.

El novelista chileno Roberto Bolaño, lector de Cardenal, escribió en las últimas páginas de su novela Amuleto sobre una multitud de jóvenes que marchaban, ebrios de generosidad y valentía, hacia el abismo. Cientos de miles de jóvenes, los más lindos de América Latina, los mal alimentados y los bien alimentados, los que lo tuvieron todo y los que no tuvieron nada, cantando, el más bello de todos los cantos, un canto de guerra y de amor. Un canto sobre el amor que se tuvieron entre ellos, el deseo y el placer. Ernesto Cardenal, el cura y el poeta revolucionario, perteneció a las generaciones de jóvenes que cantaron ese canto. El más latinoamericano de todos los cantos, el más poético y el más revolucionario. Era un canto sobre Dios, sobre la lucha contra la pobreza, sobre el poder transformador del lenguaje, sobre la juventud y el espíritu. Y aunque yo creo que seguimos, ciegos o empujados, marchando hacia el abismo, en la caída o en la redención siempre nos acompaña el eco de ese canto. El canto sereno, místico e implacable de Ernesto Cardenal. (O)