Hace 101 años, en marzo de 1919, Benito Mussolini fundó los Fasci di combattimento, el movimiento fascista, la primera organización que explícitamente proclamaba una ideología totalitaria. Hasta ese momento, los partidos que criticaban a la incipiente democracia lo hacían en nombre de la libertad y la igualdad, es decir, de principios democráticos, mientras el fascismo nacía para eliminarlos. La apología y la práctica de la violencia iban de la mano con la anulación del parlamento, el control de todos los poderes, la eliminación de cualquier forma de oposición y la censura absoluta.

Ahora, cuando se viven tiempos turbulentos, con amenazas para la democracia y la convivencia en libertad, resulta ilustrativo volver sobre esa experiencia. Obviamente, la situación de la Italia de la posguerra difiere mucho de la actual, y la democracia contemporánea tiene fortalezas que aquella no tenía, pero no por ello se puede desechar la posibilidad de surgimiento y enraizamiento de movimientos fascistoides y autoritarios. Los discursos y las acciones de los Bolsonaro, los Bukele, los Ortega, los Maduro o los que están detrás de la señora Áñez, para solamente nombrar a algunos, parecen surgidos de la misma matriz autoritaria. A todos ellos les estorba el pluralismo y no han dudado en acudir a la fuerza cuando su instinto o sus temores lo han determinado.

Politólogos y ensayistas han sostenido reiteradamente, en los últimos años, que las amenazas a la democracia contemporánea vienen desde su interior, desde personas que aprovecharon de la apertura y las reglas democráticas para alcanzar el poder. Los mandatarios mencionados antes y otros que todos recordamos llegaron al Gobierno por vías democráticas o medianamente democráticas, pero una vez allí se olvidaron de ese origen. Como lo enfatiza el historiador Donald Sassoon, también Mussolini llegó de esa manera cuando fue nombrado, con todas las de ley, por el rey Víctor Manuel III (aunque intentó darle un aire épico con el cuento de la marcha sobre Roma, que la hizo en un cómodo coche-cama del tren). Ya en esa ocasión se demostró que el socavamiento es más efectivo que el golpe, y que este puede darse después, ya desde el poder.

Desde la ficción, pero sin abandonar el apego a los hechos históricos, Antonio Scurati reconstruye magistralmente los años de ascenso de Mussolini en la novela M. El hijo del siglo. Construida casi como un diario de múltiples voces, dibuja el escenario en que se mueven o, más bien, se revuelcan unos personajes, en los que se adentra para conocer ambiciones, traiciones, miserias, oportunismos. La única grandeza es la del diputado socialista moderado Giacomo Matteotti, que sabe que su posición firme en defensa de las libertades marcará su tragedia personal. Los garroteros del régimen hacen lo suyo y se precipita el cierre de la ficción democrática. La novela termina con la magistral reconstrucción del entorno del discurso del 3 de enero de 1925 en el parlamento. Su contenido, que fue la instauración de la dictadura, está solamente insinuado, como está en los de los hijos de nuestro siglo. (O)