Muchas, quizá infinitas, son las formas que tienen quienes escriben para aproximarse al acto de crear una obra literaria. Hay quienes buscan, desesperadamente, pontificar. Hay los que escriben desde algún sentimiento específico, como el amor o el odio. Hay los que escriben porque no tienen otro remedio. Y los que escriben porque quieren callarse, olvidarse, disolverse. No sé decir cuál es la aproximación de Natalia García Freire al acto de la escritura, pero sospecho que su camino, cualquiera que este sea, está signado por el silencio, la paciencia, la contemplación, y algo que es cada vez más escaso, la inteligencia que se conserva con el frío.

Nuestra piel muerta (La Navaja Suiza, 2019), su primera novela, es una experiencia marcada por la cocción lenta e intensa, aquella con la que se cocina en lo alto de las montañas. Natalia escribe a fuego lento, porque sabe que es helada la bruma en los Andes o en el bosque de Polylepis. Y ella no le teme al frío, lo busca en los jardines del pasado, en las habitaciones en donde ocurrieron los cautiverios, en los rostros lejanos de los padres. El frío es una atmósfera apropiada para pensar, meditar, contemplar. El carácter, de algún modo, se templa. La visión es más sobria. Y el calor permanece adentro del cuerpo, del cerebro, de las cuerdas vocales. En esta novela hay frío y oscuridad. Natalia García Freire ha escrito desde la oscuridad, la de las familias, las memorias crueles, dolorosas o trágicas, y pese al frío en los huesos ha tallado una novela en piedra: dura, maciza, consistente en el tiempo.

Llena de valentía y lucidez, Natalia escribe contra corriente, a ella no le importa el ruido ni los dogmas, en ella no hay cabida para las modas ridículas y demagógicas que hoy, con tono sacerdotal, prescriben la corrección, la revolución, la mirada única sobre el género, raza y clase social. En su escritura perviven, como en la caldera de los ferrocarriles, las voces de los maestros. En esta voz suya, que es una piel o textura viva, hablan Poe, Nabokov, Ursula K. Le Guin, William Gass, o Colette. No pretende inventar nada. Por eso preserva el calor. Y sin embargo, esta novela es muy contemporánea: alude, por ejemplo, al cuerpo, concebido como territorio o documento que registra el recrudecimiento del tiempo y la violencia.

La masculinidad es la piel en Nuestra piel muerta: la relación, distante y marcada por el miedo y el resentimiento, que se puede tener con el padre. No solo que esa relación es uno de los pilares del sistema patriarcal, con toda su violencia despótica y estructural, sino que en esa relación yace el problema constituyente de la existencia. El tema del parricidio que, como lo vieron los griegos en su mitología, es una forma de permitir el propio existir, o al menos la metáfora de la autonomía. Pero la novela de Natalia no es sólo occidental: en ella, la muerte es andina, es liberadora, es un mundo, es una fuerza de la naturaleza. La muerte del padre es, drásticamente, la reafirmación de la vida, de la sangre que corre por las venas, de la consciencia humana.

Qué novela madura ha escrito esta escritora cuencana de 29 años, que tanto conoce sobre la vida, el paso del tiempo, la vejez, la ausencia de Dios y la muerte. Hay libros que sólo pueden ser escritos por los que aman devastadoramente las plantas. Así es Nuestra piel muerta, considerada por The New York Times como una de las mejores obras publicadas en 2019, y que fue el trabajo de grado de Natalia en su Maestría de Narrativa, en la Escuela de Escritores de Madrid. Quizá el gran mérito de esta novela, muy en el fondo, sea creer profundamente en la rebeldía del frío. Esa rebelión que, según Pizarnik, es mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos. (O)