Algunas veces en mi infancia, mirando al firmamento por las noches, me ensimismé en la vastedad del cosmos. Al principio no podía reconocer nada, ninguna estructura; solo puntos blancos y alguna que otra luciérnaga. Lo primero que pude empezar a discernir fueron tres estrellas que aparecían siempre en el mismo lugar y alineadas casi en línea recta, y que mi abuela acostumbraba a llamar ‘las tres Marías’.

Así viví algunos años, hasta que luego me enteré de que esas tres estrellas formaban parte de una constelación: Orión. Las, para mí, famosas “tres Marías” eran, más bien, desde la antigua mitología griega, el cinturón de un cazador celestial que con su espada y escudo se defendía de un toro que lo embestía la constelación de Tauro. Arriba del cinturón de Orión, en lo que sería el hombro izquierdo de nuestro cazador, se encuentra la estrella Betelguse. Esta estrella es una de las más brillantes en nuestro firmamento, tanto por su abultado tamaño de 15 a 20 soles como por su relativa cercanía, en términos astronómicos, ─a 700 años luz.

Pero Betelguse es una anciana del cosmos, trepidando a su muerte, en una etapa que en astronomía se conoce como la de supergigante rojo. Durante esta etapa la estrella consume todo el combustible de su núcleo para luego, y de repente, apagarse drásticamente, rebotando en un cataclismo astronómico conocido como una supernova. Ahora, no todas las estrellas que mueren terminan en una supernova. Así, por ejemplo, nuestro Sol es muy pequeño para terminar en una explosión de esta naturaleza. Este honor está reservado únicamente para las estrellas más grandes.

Y es esto, justamente, lo que está pasando con Betelguse. En los últimos meses, nuestra anciana se ha venido oscureciendo drásticamente y este repentino oscurecimiento solo puede significar una cosa: pronto explotará como una supernova. Las supernovas son uno de los fenómenos más importantes para la existencia de vida en el Universo, porque cuando explotan vierten al cosmos los elementos básicos para la vida como el carbono, además de otros elementos pesados como el oro. Y fue esta consecuencia de las supernovas las que llevaron al glorioso Carl Sagan a decir que “todos estamos hechos de polvo de estrellas”.

Las supernovas no son nuevas para la humanidad. Es más, se podría decir que son medianamente habituales para nosotros porque las hemos registrado y estudiado desde las antiguas civilizaciones chinas y babilónicas. Incluso, algunos teólogos y astrónomos sostienen que la estrella de Belén a la que se refiere la Biblia (san Mateo, 2: 9-10) podría ser una supernova. Actualmente, los astrónomos han observado algunas supernovas en otras galaxias y han podido estudiar su comportamiento previo y sus consecuencias.

Sin embargo, Betelguse se destaca porque sería la supernova más cercana a la Tierra, estando a tan solo 700 años luz, lo que nunca ha sucedido antes. Su cercanía hará que estemos, probablemente, frente al evento astronómico más importante de todo el siglo o, incluso, del milenio. Esta explosión se podrá ver sin necesidad de ningún instrumento astronómico y durará algunos meses.

Será, durante este tiempo, el objeto más brillante en el firmamento después del Sol. En la noche su brillo probablemente será superior al de la Luna llena, proyectando sombras. Durante el día también la podremos ver, más o menos, con la misma intensidad que, en determinadas ocasiones podemos ver a la Luna durante el día. El único problema es que Betelguse puede convertirse en una supernova hoy o, en cualquier momento, en los próximos 100 000 años… Estos tiempos, aunque suenen eternos para nosotros, son periodos cortos para la astronomía acostumbrada a contar los años en millones o billones.

Lo cierto es que, tarde o temprano, Betelguse explotará en una supernova. Y cuando lo haga, se convertirá en un espectáculo visual cuya causa y efectos podrán ser perfectamente explicados recurriendo con exclusividad a la ciencia. Esto no es lo que hubiera ocurrido con nuestros antepasados, fieles hijos de su época que, anhelando alguna explicación del porqué del universo, interpretaban estos acontecimientos como señales o mensajes divinos. Sus visiones fueron captadas y transmitidas en muchos de los mitos que forjaron la cultura antigua; y aunque algunos de ellos todavía sobreviven dentro del dogma religioso, otros, con mayor utilidad, se limitan a proveernos de historias y nombres fantásticos para adornar y hacer más entretenido el lenguaje de la divulgación científica. En todo caso, Betelguse se convertirá en un faro de la razón que, aunque fugaz, nos debe recordar que los elementos que componen la vida se crean en sus fauces, queramos creerlo o no. (O)