Se dice que la vida no le deja salirse con la suya a nadie. Que todo se paga, tarde o temprano, quizá de un modo inesperado, pero se paga. No sé si sea cierto para todos, o para cada aspecto de la vida, pero hay uno en particular donde el destino se ha vengado de mí sin misericordia: el vicio del cigarrillo. Empecé a fumar cuando entré a la universidad, como si no hubiera existido otra cosa que hacer entre clase y clase más que pararse en pleno parque de la facultad a fumar cigarrillo tras cigarrillo en compañía de café, profesores, compañeros y libros. Los viernes y sábados fumaba más, porque el tabaco tejía la cortina de humo necesaria en cada “evento social”, tras la cual ocultaba mis inseguridades para atreverme a entablar conversaciones con gente más inteligente, bella e interesante que yo.

La madrugada del domingo me trincaba con tal dolor de cabeza y de conciencia que me juraba solemnemente que dejaría de fumar. Para obligarme a ello regresaba a casa sin un solo cigarrillo: vivía al fondo de la quebrada de Guápulo, la tienda más cercana a quince minutos a pie por una vereda rota y mínima, suspendida como una cuerda floja entre el abismo (al fondo, el mugroso Machángara) y el camino adoquinado por donde traqueteaban carros bajando a toda velocidad.

La mañana de domingo amanecía decidida a transformarme en ángel. Aireaba mi casa, lavaba mi ropa ahumada. A mediodía me tendía al sol con un jugo de fruta y una novela ejemplar. Pero a las cuatro de la tarde ya estaba arriesgando mi vida al borde de la quebrada de camino a la tienda, donde compraba, por si acaso, tres cajetillas. Así viví durante seis años, prisionera de un vicio al que me parecía imposible renunciar.

Solo lo logré renunciando a todo: a mi hogar, a mi vida, a mi carrera como escritora entre gente que hablara y entendiera mi lengua. Lo dejé todo y me vine a vivir a Alemania. Parece una forma bastante extrema y poco práctica de rehabilitarse (en Alemania la gente fuma mucho más que en Ecuador). En realidad, dejar de fumar fue un efecto secundario de un cambio de vida radical. Casada con un hombre que no fumaba ni bebía, en una ciudad en donde me movilizaba exclusivamente a pie y en bicicleta, sin amigos con quienes tomar café o whisky en algún antro, abandoné el cigarrillo sin darme cuenta. Será que entre todas las cosas que tuve que dejar en ese entonces (a mi familia y amigos de la infancia, mis cevicherías y cines favoritos) el tabaco fue lo de menos.

Embarazada de mi primera hija, bastaba un mínimo rastro de humo de cigarrillo para despertar en mí un asco incontenible. Aquí es donde empieza la vida a hacerme pagar mi vicio. Diez años más tarde, el tabaco se ha convertido en mi archienemigo. Cada vez que alguien fuma a mi lado en la parada del tranvía (y me toca abandonar la banca y el abrigo de la caseta, exponerme a la lluvia, la nieve, el viento, todo con tal de huir del humo), cada vez que un fumador me rebasa al caminar y su humo me va perfumando el camino, cuando en un restaurante el sabor de la comida se me mezcla con el olor del tabaco del vecino de mesa, cuando alguna bestia lleva colgado su cigarrillo encendido a medio metro de la cara de un bebé, cuando el asco me impide entrar a un fantástico bar de jazz porque está repleto de fumadores, cuando en algún club de Berlín me topo con el infaltable tipo que baila quemando con su brasa a diestra y siniestra, entonces la vida me devuelve, multiplicadas, todas las veces que fui yo quien fumaba, indiferente y ciega, en la cara de los otros.

Tanto tesón tiene mi némesis que incluso programó un castigo sistemático plantándome como vecina a una fumadora empedernida cuyo balcón se abre a pocos metros de mis ventanas. Así que cuando al atardecer me sumerjo en un baño de espuma mientras por la ventana abierta entra el canto de los pájaros, se cuela también, destruyendo la ilusión, el perverso olor de su cigarrillo. O cuando estoy en la cocina, despertando entre las caricias del primer café de la mañana y el susurro de las hojas de mi abedul, el humo ascendente irrumpe en mi idilio como un puñetazo en la nariz.

Creo que si en mis épocas de fumadora hubiera sabido cómo se sentían algunos no fumadores en mi presencia, si hubiera percibido su asco y su silencioso sufrimiento, me habría esforzado más en luchar contra mi vicio. Lamentablemente me tocó aprender tarde y a patadas. Por eso les cuento esta historia, como un acto de ternura, un desesperado acto de contrición. (O)