Empiezo expresando mi alegría por el surgimiento de una polémica literaria que, al final del día, es otra forma de confirmar la vitalidad de la literatura ecuatoriana y del acto, político y metafísico, de la escritura. Considero, además, que esta polémica, alrededor de la entrega del Premio Joaquín Gallegos Lara 2019, en categoría Novela, tiene un contexto muy interesante: el huracán que han causado en la lengua castellana las obras ecuatorianas de la literatura contemporánea, en gran medida escritas por mujeres. Escritoras y escritores de este país somos polemistas, quizá porque la rebeldía de Dolores Veintimilla signó nuestra tradición, nuestra mirada del mundo, nuestra concepción de lenguaje.

Lo que me obliga a participar de esta polémica, sin embargo, no es tanto mi ánimo de polemista como la necesidad de cuestionar las dinámicas santurronas de gran parte de la intelectualidad ecuatoriana, marcada por el reduccionismo ideológico, un moralismo sospechoso y el miedo a la inquisición. Cada vez me convenzo más de que dos de las luchas más imprescindibles de nuestro tiempo, para todos los cuerpos, binarios o no, son la lucha feminista y las luchas contra toda forma de violencia de género. No hay duda. Y no lo digo por miedo a la inquisición. Si me quieren quemar, que me quemen.

Una recapitulación necesaria: Para la entrega del Premio Gallegos Lara 2019, los jurados Alicia Ortega y Esteban Mayorga se decantaron por El nuevo Zaldumbide, de Salvador Izquierdo; Francisco Proaño Arandi lo hizo por La escalera de Bramante, de Leonardo Valencia. Argumentos de todo tipo se han esgrimido para cuestionar la decisión del jurado, y otros (insultos incluidos) para justificarla. Para mí hay un tema muy grave: Mayorga se decantó por la novela de Salvador Izquierdo pese a que consta en los agradecimientos, cuando debió excusarse. Diré que yo también consto en los agradecimientos de La escalera de Bramante, pero no soy jurado de un premio organizado por un ente del Estado y con fondos públicos. Para defender a Mayorga se ha dicho que no se puede poner en duda su integridad ética y estética. Ese argumento no se compadece con el respeto que se le debería tener al premio, insisto, organizado por un ente público. Las quiteñas y quiteños tenemos el derecho a que nuestros premios municipales se entreguen sin sombra de duda respecto a la transparencia del proceso.

Mayorga, para justificar su falta de delicadeza (por decir lo menos), escribió un delirante y eufórico texto en el que se califica de “plañideros” con “retorcidas entrañas”, entre otras vulgaridades, a quienes lo han cuestionado. Mayorga tiene el derecho a defenderse de las críticas, y si quiere y ese es su estilo, a insultar. No tengo problema con eso. Impresiona, sin embargo, los elogios de la intelectualidad ecuatoriana, incluso de quienes parecían las mentes más lúcidas y sensatas de la literatura, al no entender que ese tipo de ataques procaces demuestran, en el fondo, la falta de argumentos sólidos. Más aún, en esa intelectualidad, pienso, se ha comenzado a formar un discurso único, casi de corte eclesiástico, en donde el apoyo a los panas y a su pobre argumentación políticamente correcta se conciben como actos de fe. Los que disienten son el pasado, la vieja guardia, dinosaurios, misóginos, privilegiados, herejes. Nada más binario que ver la complejidad del mundo en dos bandos. Nada más corto de inteligencia que la victimización.

Los cuestionamientos de orden intelectual que ha recibido Alicia Ortega, importante crítica de este país, han sido respondidos por ella no desde su luminosa posición de académica y literata sino con el desgastado-lugar-común de que una “vieja práctica patriarcal” pretende desacreditar los criterios de una mujer. Sospecho, y esta es mi opinión, que ella contaba con muchos argumentos poderosos para defender su decisión. Prefirió, sin embargo, utilizar convenientemente su condición de mujer para blindarse de las críticas. Es preciso recordarle que al aceptar participar como jurado de un premio público, también aceptó (ella y Mayorga) su exposición al debate público y también a las críticas. Los cuestionamientos que les hemos realizado han sido en ejercicio de nuestro derecho a la libertad de expresión sobre asuntos de interés público y esas expresiones, a las luces del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, son discursos especialmente protegidos. Debatir no es malo, nunca. Es democracia.

“Sólo en ámbitos de autoritarismo”, dice Ortega, “se desestima el posicionamiento distinto y diferente, el pensamiento que disiente”. En tiempos de sospechosa moralidad literaria, corrección política exacerbada, complicidad (no siempre silenciosa) de la intelectualidad que podría tener sentido crítico y no lo tiene, creo que es pertinente hablar de la responsabilidad política que tenemos los ciudadanos de un país en un momento histórico determinado, más aún si nos dedicamos al ejercicio de las letras. Quisiera preguntarles a estos intelectuales, que hoy pontifican, juzgan, dan sermones, perdonan pecados y son tan correctos, ¿dónde estuvieron durante la década nefasta en que se criminalizó la protesta social, se secuestró la justicia para perseguir a líderes indígenas y sindicales, se prohibió incluso debatir sobre el aborto en el Legislativo, se desmanteló las políticas de prevención de embarazos imponiendo, a la brava, un conservador y protervo Plan Familia? ¿Dijeron algo sobre el miserable modelo económico basado en el extractivismo a gran escala y la corrupción? ¿Dónde estaban cuando la satrapía de un mitómano lanzó toda la fuerza del Estado para asediar la Universidad Andina Simón Bolívar, porque uno de sus acólitos perdió el rectorado? ¿Qué decían? ¿Por qué causa luchaban?

Algunos, como Leonardo Valencia, tenemos la conciencia tranquila sobre esa época de silencio cómplice. No fuimos acólitos ni encubridores ni beneficiarios, tampoco lo somos ahora. Por eso, aquí, en esta escritura, no hay miedo de seguir cuestionando el discurso único, de cualquier ideología o teología autoritaria. La literatura, en ese sentido, y como piensa Lupe Rumazo, tiene el poder del plano múltiple. No es propaganda ni panfleto. Es esencialmente desestabilizadora de todos los autoritarismos. Eso hace La escalera de Bramante: no solo que se detiene en la violencia sexual que ha signado y precarizado la vida de las mujeres en todos los tiempos (Dora Lerner y la madre de Landor, por ejemplo) sino que muestra esa violencia en el cuerpo de las guerrilleras que soñaron con un país y un continente más igualitario, y a la que la vieja izquierda (tan pontifical e hipócrita como la de hoy) relegaron a roles subalternos, violaron, vendieron, destruyeron. Por supuesto que la literatura es profunda y radicalmente política, así ha sido desde el principio, y por eso nos ha mostrado que esas euforias iracundas terminan, casi siempre, devorando a sus hijos. (O)