La experiencia lectora siempre es íntima. Se realiza cuando el lector ha descubierto, por caminos inesperados, un libro que decide leer, y para hacerlo destinará un tiempo de silencio o al menos de recogimiento –una sala de espera, un trayecto a recorrer– para encontrarse con el libro y, de paso, con sí mismo. Es una forma secreta de liturgia laica. Y si digo caminos inesperados se debe a que nadie le quitará al lector la fascinante sensación del descubrimiento de un determinado libro, por más que se haya enterado de él de acuerdo a las expectativas del momento –varios lectores están coincidiendo en la fascinación, por ejemplo, por la reciente premio Nobel, la escritora polaca Olga Tokarczuk y su sinuoso libro Los errantes– o por los menos transitados caminos del atisbo, ese discretísimo asomo de un título o de un autor del que se entera casi por azar, mencionado al margen de una conversación o apenas aludido en una nota a pie de página, quizá citado como epígrafe de otro libro. La lectura es una caza sutil, decía Julio Ramón Ribeyro. Los ávidos lectores son afinados rastreadores de lo inhallable.

Luego vienen teóricos que desbaratan la ilusión de ese encuentro mágico explicando –y en parte con razón– los complicados engranajes del sistema editorial y literario. Uno de los aspectos de ese sistema, el del debate literario, debería aportar herramientas a partir de una leve violencia contra esa liturgia íntima de la lectura: un debate siempre es público y se plantea a partir de la disonancia o divergencia entre distintos actores del entramado literario. Un crítico rechaza un libro por las razones que fuera –ideal si son sustentadas con precisión y habiendo leído en detalle las obras– y luego otro crítico arguye las razones contrarias. A veces entran a la palestra por razones menos literarias, es decir, menos referidas al contenido, sino en el grado más inferior, el de disputas personales, inseguridades, reclamos de atención velados o defensas armadas la mayoría de las veces sobre fantasías personales de persecución o ataques supuestos de manera paranoica. Llegado a ese nivel, al lector le importa poco o nada esas pullas intestinas. En realidad, casi nunca se entera: volcado al placer de su lectura, ese ruido alrededor de los autores de los libros que lee, le importan poco, y cuando atacan a su autor favorito mira con cierta condescendencia, no hacia su autor, sino hacia quienes lo atacan, porque al conocer el contenido de los libros puede sacar sus propias conclusiones y se da cuenta de la injusticia, la arbitrariedad, el despropósito o la desmesura. Quizá porque el campo literario está armado a partir de afinidades y distancias.

Pero es allí donde una cierta pedagogía de la lucidez entra a juego. Si las partes mantienen la altura, los debates, con la tensión que esto implica, pueden aportar. ¿Qué aportarían? Primero, y por encima de todo, nuevas lecturas. Una vez que se quita el polvo de los adjetivos gratuitos, lo que queda son libros a leer o volver a leer. Segundo, una claridad de argumentación que puede enseñar, precisamente, a considerar aspectos que han pasado de manera invisible para ese lector que, hechizado por la magia de su encuentro con un libro, ni siquiera había considerado. Es decir, herramientas que pueden ser útiles para “desencantar” lo que el emocionado lector supuso una casualidad y que, en realidad, en casos muy específicos debidos a la ferocidad del mercado y de grupos intencionados ideológicamente, responde a artificios destinados al engaño y la introducción subrepticia de intereses oportunistas de ese grupo o movimiento. Esto se refiere más al lector del momento, porque el lector del futuro, aquel que vuelve al pasado y rescata libros, estará siempre mejor preparado que el mismo autor y sus contemporáneos.

Entre las herramientas positivas del debate puede haber revelaciones sobre algún aspecto del arte literario, una modulación del lenguaje del crítico o del polemista que por sí se convierte en argumento, lenguaje que cuando falla en ironías simples –sin evidencias de lo leído– o lenguaje agresivo, revela el punto débil del que debate y lo desautoriza. O como cuando en el debate los argumentos dejan de serlo y se orientan a la victimización gratuita para despertar una suerte de compasión irracional, pero fuertemente emotiva, que justifica cualquier fantasía personal de quien apela al debate. Incluso hay debates donde la otra parte decide no responder porque quien lo planteó quedó en evidencia por su intencionalidad, de manera especial cuando quien es atacado tiene un prestigio mucho mayor, y más lectores que el atacante, y decide no enturbiar a sus lectores con una bajada de nivel o una discusión innecesaria. Si el debate no va a aportar ideas en concreto, si no está por encima del ardor ocasional, de la atribución de adjetivos procaces e innecesarios que revelan el nivel de quien los dice (no olvidemos que los insultos o las falsas acusaciones son espejo de quienes los dicen y se revierte hacia ellos mismos), si el que quiere abrir un debate no está dispuesto a llegar a reconocer que ha cometido un error de bulto que ha saltado a la vista de todo el mundo y quiere ocultarlo desviando la atención o tapando el sol con un dedo, deja entonces de ser un debate y no es más que un simple capricho del ego que no aporta nada y en el que no conviene perder el tiempo. Entre los debates más enriquecedores que he leído está uno que se dio entre Ángel Rama y Mario Vargas Llosa a partir de la publicación de un libro del segundo: García Márquez: historia de un deicidio. Cierto, luego hubo otro supuesto “debate” entre el mismo Vargas Llosa y García Márquez, que terminó con un ojo morado del segundo. Pero eso ya no es debate. Es una simple riña que encandila a los apresurados consumidores del sensacionalismo. (O)