Para Estados Unidos el exterminio del general iraní Qasem Soleimani fue una acción militar, para Irán fue una agresión político-religiosa interpretada como un acto de guerra que precisa una reacción aniquilante contra intereses estadounidenses en el lugar donde se encuentren. El general abatido era objeto de culto y de una cuasi veneración por los millares de soldados de la guardia revolucionaria islámica y por las milicias terroristas que apoyó en la región. La amenaza de Teherán por vengar su muerte encontrará una rápida y violenta acogida en grupos como ISIS, Hamás, en los hutíes yemeníes y en el Hezbolá libanés.

Lo que el mundo aún sigue sin comprender es que la guerra contra el fundamentalismo islámico no será convencional. El enemigo actual de Estados Unidos y de sus aliados es diferente y temible. No viste uniforme, no es soldado, no se sabe dónde está ni en qué momento y lugar atacará, pasa inadvertido como un ciudadano o migrante común, no anuncia su presencia, no combate en un campo de batalla habitual, no teme morir, elimina a los “profanos” sin el más mínimo cargo de conciencia y bien podría formar parte de las sociedades a las que conmocionará. El fundamentalista islámico puede ser un ciudadano “normal” y ordinario, residiendo legalmente en cualquiera de las grandes ciudades de Occidente. Sin embargo, puede activarse en el momento menos esperado según sus convicciones religiosas y decidir inmolarse como ya ha ocurrido en varias capitales de Europa y en ciudades importantes de Estados Unidos, con saldos trágicos y masivos. ¿Qué sistema de inteligencia y que tecnología puede penetrar la mente de un ciudadano aparentemente normal que planea alquilar un camión para aventarlo contra una multitud? Ninguno. Además, los ejércitos tradicionales logran la rendición de su enemigo, cuando le infieren pánico a la muerte. La mayor parte de las claudicaciones se han producido por el anhelo de los vencidos para conservar, al menos, su vida. ¿Qué ejército, entonces, puede neutralizar a un extremista islámico al que no se le puede infundir miedo a la muerte puesto que eso es lo que precisamente más desea; morir para acceder al fantástico paraíso ofrecido en los versos del Corán? Los testimonios recabados durante las investigaciones policiales sobre diferentes atentados terroristas de Al Qaeda y del Estado Islámico, describen a los agresores suicidas como personas que han llevado “vidas normales”, con actividades ordinarias, con empleos comunes y hasta han sido calificados como “buenos vecinos” y “afables compañeros de trabajo”, por lo que nadie habría podido imaginar que esa persona iba a convertirse, de pronto, en terrorista dispuesta a matar y a morir. Difícilmente los ejércitos más sofisticados y tecnificados del mundo podrán detectar a tiempo la amenaza e identificar al potencial agresor y conocer con antelación el momento y la ubicación del atentado. En el mundo existen no menos de 1500 millones de personas que profesan el islam (no todos quieren la violencia). Pero si los radicalizados son una minoría, no resulta tranquilizador puesto que cualquier minoría de esa descomunal cifra puede significar en un ejército oculto de millones de extremistas (apenas el 1 % de 1500 millones son 15 millones). La amenaza es real y en varios casos será insospechada, imprevisible e indetectable.(O)

Henry John Carrascal Chiquito,

abogado, periodista; Guayaquil