Salimos para Loja debidamente advertidos; salir sin noticia cierta implicaba la posibilidad de no llegar a ver ni una sola flor de guayacán. Pero viajar tan lejos en familia exigía un mínimo de planificación. Mis amigas no me desearon felices fiestas, sino al menos una rama amarilla. Yo decía que me contentaba con una cocina de inducción –energía limpia y glamur todo en uno–, pero en el camino empecé a elevar mis piernas en cada riel de tren pidiendo que Mangahurco esté florecido.

Me habría gustado releer Cuando los guayacanes florecían, maravillosa novela del esmeraldeño Nelson Estupiñán Bass, para seguidamente sumergirme en el último libro de William Ospina, Guayacanal. Pero el ruido familiar, la aventura y el agotamiento me impiden leer en viajes comunales. Así que llevé conmigo un modesto ejemplar de Mujeres matemáticas, que se puede leer por capítulos sin uno desencajarse por hacer pausa entre ellos.

Camino al sur, desde Amaguaña, comprendimos que nos habíamos adelantado demasiado, así que nos desviamos por Perú, donde hemos estado varias veces pero solo desde Trujillo. Después de comer una deliciosa parihuela en minga, porque al resto no le gustó el chicharrón de pescado, llegamos a Máncora, que por su fama me imaginaba abarrotada. Pero solo estuvimos nosotros y unos dos despelucados más en el ancho mar frente a una playa limpia. Esto contrastó con el horror de observar por horas, a lo largo de la carretera a Piura, ríos de basura en medio de los cuales se asentaban prodigiosos molinos de viento y caseríos improvisados.

Dudábamos en regresar, pues en Twitter no había noticias; aunque el internet no es gran tendencia en el cantón Zapotillo, algo se sabría por ese medio. Llegó el día de ir para la frontera, pero antes paramos a comer unos tapados de mariscos, y beber deliciosa cerveza peruana y la última Inka en su país de origen, con música excepcionalmente alegre. Al igual que nosotros, dos numerosas familias se apostaron allí por horas sin ganas de partir.

Al llegar al puesto de control, entendí el porqué. En Ecuador, inminente potencia turística según nuestro presidente, el servicio era tan lento que las pocas personas que había tardaron más de cuatro horas en pasar al lado peruano. En el país vecino, la cosa no estaba mucho mejor; parecería que no les gusta quedarse atrás en la competencia por el Estado más indolente.

Tras un intento fallido por rememorar los viajes de la infancia con “La mar estaba serena”, optamos por Cacería de Lagartos y Rocoloa Bacalao, novedad para los más jóvenes de la familia. Eso nos dio nuevos bríos para llegar al bosque petrificado de Puyango y concluir con la Nochevieja en el excepcional dédalo de casas de madera y bareque de Zaruma. Finalmente, después de un refrescante baño en las pozas de la quebrada Cazaderos del río Puyango, acampamos rodeados de sábanas de cenicientos guayacanes, donde lo único que floreció fue una fiesta vecina que no nos dejó dormir hasta tarde. En compensación, la naturaleza nos premió con la visión de ceibos y pájaros maravillosamente coloridos, y el sonido de estridulantes insectos de variada imaginería divina. (O)