Terminó el 2019. Un año sui géneris, caprichoso. Un pedazo de existencia que nos animó, nos dio vida, nos hizo latir; con él conseguimos propósitos, abrigamos esperanzas, conocimos decepciones. Con él caminamos de la mano hacia nuestros anhelos y también a sus caprichos; con él conocimos los entornos bellos del saber compartir; con él sacamos, no pocas veces, ese pequeño monstruo que anida en nuestro interior.

Terminó el 2019. Razón suficiente para gritar con júbilo y para elevar una plegaria al Hacedor. Estamos vivos. Somos parte del ejército humano que una vez más se graduó de viejo porque con cada año que se va también se marcha algo de nuestras vidas, somos menos jóvenes, pisamos las cenizas del que fuimos y conjugamos alegrías al celebrar un nuevo natalicio.

No lloremos por quienes ya no están con nosotros. No lloremos por quienes ya llegaron a sus metas. No lloremos por los niños que murieron en tragedias. No lloremos por los adolescentes que debieron marcharse antes de tiempo. No lloremos por familiares que al irse al más allá se llevaron algo nuestro. Tampoco por esos amigos que fueron para nosotros únicamente eso: amigos, seres extraños que llegaron a nuestras vidas para quedarse.

Lloremos al iniciar el 2020 por quienes viven apagados, por quienes no sienten en su alma el fuego del civismo que les invite a pensar y trabajar por su patria; por quienes extraviaron sus caminos y deambulan perdidos entre el ocio y la maldad; por quienes se aliaron con el vicio para corromper a la niñez y a la juventud. Lloremos por quienes tienen al dinero como a su Dios y a la transgresión de la ley como su código de vida. Lloremos por los que perdieron el brillo de sus ojos, por quienes taponaron sus oídos para desatender los gritos de auxilio del universo, por quienes se volvieron sordos y desatendieron penas y dolores; lloremos por quienes perdieron el sabor para distinguir lo bueno de lo malo, lo hermoso de lo tétrico, lo triste de lo festivo, la luz de las tinieblas. “No lloréis por quienes mueren incendiados, llorad por quienes viven apagados”, histórica frase que Cuenca escuchó pronunciar a uno de sus egregios vates en el sepelio de los cuerpos calcinados de los viajeros de Andesa, avión accidentado en 1946 cerca del actual estadio Alejandro Serrano Aguilar.

Una sugerencia, amables lectores, difícil de ser cumplida, no imposible. Tratemos de ubicarnos correctamente en este 2020, distingamos los linderos del bien y del mal. Si conocemos los linderos sabremos dónde comienza el uno y termina el otro. Saber que caminamos junto a seres que no tienen nociones precisas de a dónde van es temerario. En octubre dimos una lección frente al mundo: resultamos ser un pueblo escindido, con resentimientos atávicos, vandálicos e incontrolables, carentes de autogestión, dependientes de un gobierno indeciso, ineptos frente a cruciales exigencias. Conocer los linderos del bien y del mal y ubicarnos acertadamente dentro de ellos es quizá nuestro mayor reto. ¿Quién realizará esta transformación? Nosotros o nadie. El tren de la historia está por partir, ¿nos embarcamos? (O)