Lo que queda del año va a ser un período complejo para el Gobierno. Si está decidido a mantener el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, deberá hacer reformas legales, especialmente en lo laboral y tributario. Como es obvio, eso requerirá de una mayoría en la Asamblea que esté dispuesta a aprobar sin mayores cambios lo que llegue desde el ejecutivo. Varios bloques –encabezados por el socialcristianismo– ya han anunciado su oposición a cualquier medida que signifique elevación de impuestos. Es una negativa que fácilmente podrá trasladarse a otros temas. De manera que es muy poco probable que el Gobierno encuentre un ambiente favorable. Más bien, sus posibilidades se irán reduciendo conforme se vaya acercando el período preelectoral. Por tanto, el tiempo le queda muy corto para salvar el acuerdo que, en estricto sentido, es su política económica.
Si la política se moviera por cálculos racionales, no habría dificultad alguna para armar esa mayoría. Nada mejor, para quienes aspiran a llegar a la presidencia, que sea un gobierno de transición como el actual el que se encargue de poner en orden a la economía. Eso tiene un costo político que deberá asumirlo quien haga el ajuste. Será ahora o será cuando alguno de ellos gobierne, pero habrá que hacerlo. Por consiguiente, a todas las bancadas les conviene que se haga un trabajo que no es precisamente agradable (la excepción es el correísmo, que busca el fracaso gubernamental como forma de castigo a Moreno y como estrategia para beneficiarse de la insatisfacción ciudadana). Lo racional sería que todos contribuyeran para que en esta ocasión sí quede la mesa servida y que la cuenta la pague un gobierno que no tiene otra perspectiva que concluir su período. Pero no es la racionalidad lo que impera en una política clientelar, sujeta a plazos extremadamente cortos y atada a dogmas.
El fracaso del acuerdo con el FMI le pondría al Gobierno en la disyuntiva de tomar las medidas por su cuenta, sin créditos blandos ni apoyo para atraer inversión, o cruzarse de brazos, navegar en la crisis y dejar que su sucesor asuma el problema. Los resultados de ambas opciones serían negativos y nefastos. Esto no quiere decir que se deba ignorar las barbaridades que hizo el Fondo en décadas anteriores, ni que el Gobierno deba aceptar con los ojos cerrados y las manos atadas las medidas que este proponga. El frente económico debe tener la capacidad para negociar, debe trabajar conjuntamente con el frente social para paliar los costos del ajuste y debe contar con la acción del frente político para crear las condiciones favorables. En síntesis, se requiere un gobierno coherente y cohesionado, con una persona situada en el vértice para coordinar a todas esas instancias. Podría experimentarse con la figura de un primer ministro, al estilo de los regímenes parlamentarios, que en este caso podría ser el vicepresidente. El presidente podría seguir con sus programas con nombres de boleros, evitando endosar su baja calificación al conjunto del proceso. No estaría mal algo de racionalidad. (O)