No sólo las grandes avenidas y los amplios espacios verdes de Nueva Delhi quedan atrás cuando el taxi de tres ruedas se adentra en las angostas calles del centro viejo, también las nociones de lo que yo creía que era el mundo. Sin Asia, no se conoce al ser humano, ni sus dimensiones más descarnadas. Pero lo descarnado, como todo lo demás, es un desesperado intento, desde mi triste mirada occidental, para poner en palabras lo que veo: una ciudad que nunca imaginé, que me horroriza, que me conmueve, que jamás podré comprender y a la que no sé si quisiera volver.

El viento en la cara me alivia del calor y también del miedo. Este taxi provoca el vértigo de las montañas rusas, pero sin la certeza de que es sólo un juego: las arterias de este mercado colosal, que es el centro viejo de Delhi, son pistas de carreras en donde a toda velocidad confluyen, compiten y se chocan los comerciantes, los cargadores de mercancía, los niños que juegan, las cabras que van al matadero, los taxis de tres ruedas que se lanzan a las curvas llevando a compradores y turistas. Los alambres rotos de la electricidad rozando las cabezas. El aroma fuerte y cautivador de las especies. Todo es caos, gritos, suciedad. El mundo es vértigo. No sé donde poner las manos y siento, por momentos, que la colisión de este vehículo es inminente.

Esa sensación de espanto es posible vivirla en cualquier calle de Nueva Delhi, donde los carros se entrecruzan, guardando sólo milímetros, con las motocicletas, las bicis, los animales y los cientos y cientos de transeúntes que, en medio de los pitos iracundos, intentan cruzar de una vereda a otra. Lo intento con temor y procurando ver a todos los lados, pero siempre, el rato menos pensado, aparece algo que por uno o dos centímetros o segundos no se estrella contra mi.

Las imágenes veloces se mezclan con aquellas que se clavan con horror en la memoria: las decenas de ojos hambrientos bajo los puentes, los cuerpos esqueléticos, los ancianos que dan respiros moribundos y yacen como bultos en las calles. Los rostros misteriosos de los niños, que salen de la escuela o piden limosna en brazos de sus madres. La marea humana rodeada de miles y miles de moscas, olores putrefactos y basura. Las vacas inmersas en su meditación de siglos. El tiempo sin sentido que dispara sus flechas por doquier, como máquina enloquecida o dinamitada. El inframundo que se levanta, como pesadilla, bajo el cielo gris de la ciudad.

En realidad, lo que ven mis ojos dista mucho de lo que debo comprender, o al menos, de lo que quiero relatar. En la India, nada para ver, todo que interpretar. Así comienza Herni Michaux su libro Un bárbaro en Asia, y más adelante ofrece unas pistas para entrenar la mirada: todo pensamiento (aquí) es mágico, y la única forma de ver más allá de lo evidente es olvidándolo todo, desprendiéndose de todo, renunciando a todo. Hay que olvidar, en primer lugar, el cuerpo; acomodar las necesidades básicas al más precario de los entornos, en donde los inventos occidentales (la higiene, el espacio personal, la seguridad, el terror a las bacterias, etc.) resultan descabellados, superfluos.

En la India, lo que interesa, es el submundo, no el mundo. Las filosofías occidentales hacer perder el pelo, y acortan la vida, dicen Michaux, la filosofía oriental hace crecer el pelo y prolonga la vida. En este territorio inmenso el tiempo y la misma realidad que lo verifica, son espejismos. Nada más. Ya sea en una religión o en otra, es el ser espiritual la realidad, lo que existe, y lo que cumple su destino karmático, aunque todo lo demás perezca. Mi primera impresión de Nueva Delhi fue el horror, pero poco a poco intuyo un sentido, una transitoriedad consciente, y una carencia que es mía, que está en mi forma de ver el mundo, de habitar mi lengua, de concebir la vida y la muerte.

Mientras subo las gradas del Templo de Laximarán, veo a los devotos tocar los escalones y bajar el rostro, sumidos en un antiguo y respetuoso rito. Buscan las imágenes y esculturas de los Dioses para un encuentro sincero y solitario, lo hacen con una emoción que tiene la intensidad del amor y de la paz más plena. En el Gurdwara Bangla Sahib, el principal templo sij de Delhi, los cantos dan cuenta de que una meditación profunda tiene lugar, algo que hierve al interior del ser humano o del universo y que se percibe en la vibración del agua sobre la enorme piscina. Una experiencia similar, pero más silenciosa, tengo en la mezquita Jama Masjid. Hay algo en esos cuerpos que los hace mecanismos metafísicos: es como si sus almas no estuvieran detrás de su piel, sino en algún lugar más trascendente e inexplicable.

Es Delhi, con todo su horror y el mío, la fantasía. Sentado en la terraza de mi hostal pienso en los palacios y jardines de la Fortaleza Roja, donde hace siglos habitaron los reyes, sus ejércitos y sus súbditos. Quizá en mi cabeza el mecanismo del tiempo también colapsa y todo sucede simultáneamente. Puedo imaginar la perplejidad de los europeos que, por primera vez, vieron esas construcciones magníficas, antes de colonizar, someter y saquear todo a su paso. Pero así es como los occidentales narramos lo que para nosotros es la Historia, y la India carece de esas excentricidades. Antes de los ingleses ni siquiera había historiadores. La Historia sigue investigándose, y en la conciencia de la gente está mezclada con las violencias y hazañas de sus Dioses, las búsquedas luminosas del espíritu y el deseo de trascender el karma. Es otra la historia, otro el lugar y otra la muerte. No sé qué es lo que me ha hecho iniciar este viaje, pero siento que fue apropiado hacerlo ahora, todavía joven e ingenuamente aferrado al mundo, a la memoria y a mi cuerpo.