Argentina

El periodismo como cuarto poder es una triste metáfora, tan triste que no debería ni mencionarla, pero creo que es hora de terminar con la idea de que es un poder de la República. Para que se entienda de una vez y sin más vueltas, el periodismo también es un negocio, solo que vende una necesidad urgente de los ciudadanos, como el aire o el agua: la verdad. La diferencia de nuestra verdad con la verdad de los científicos, de las religiones o de los jueces es que la nuestra es urgente. Vamos por ella a gran velocidad, contra reloj, por eso nuestra verdad está siempre en proceso (in progress dirían los gringos). También es una verdad cruda y quizá por eso muchos se atragantan con ella. Es, al fin y al cabo, un problema de pacto de lectura: no se lee un diario como se lee la Biblia, o una sentencia, o una revista científica.

El periodismo tiene obligación de buscar la verdad, y a veces se anticipa a quienes deben investigar con otros tiempos u otros códigos. Hasta aquí nada tiene de particular y creo que se entiende el oficio de los periodistas, que es a la vez una pasión y un modo de vida, como es una pasión y un modo de vida la hospitalidad de un buen chef. Pero además me gustaría que se entienda lo que llamo el negocio del periodismo: una industria que vive de una necesidad básica de la humanidad, como los laboratorios, los agricultores, los funebreros o los médicos. Durante por lo menos un siglo y para llegar a sus clientes, la publicidad se aprovechó de esa necesidad, así que el negocio del periodismo se confundió con la posibilidad de anunciar de quienes quieren vender sus productos o servicios. Hoy, de a poco, el negocio del periodismo vuelve a sus orígenes: habrá que pagar para estar informado, para saber lo que pasa, para conocer la verdad. Y en un tiempo no muy lejano se pagarán solo los contenidos que se consuman.

Por esa necesidad –pasión– de buscar la verdad es que los periodistas hacemos preguntas. Hablamos poco, preguntamos mucho y dejamos que nuestros interlocutores contesten tranquilos lo que preguntamos. Hay que desconfiar de los periodistas que hablan mucho; esos que cuando entrevistan a alguien se entrevistan a sí mismos, porque el público quiere saber lo que les pasa a los protagonistas y no a los cronistas de la historia. Con estos datos se puede dar cuenta de quién es un buen periodista y quien es un Yo-me-amo, que cada vez hay más de estos en la fauna de los medios. Y si le parece entretenido oír hablar de sí mismo a uno que dice que es periodista, no hay problema: encontró la diferencia entre periodismo y entretenimiento.

Pero no solo cuando los periodistas hablamos de nosotros se apaga la llama de la información y se prende la del entretenimiento; también cuando los interlocutores no nos dejan preguntar. Gracias al nacional-populismo latinoamericano, lo que antes llamábamos rueda o conferencia de prensa se convirtió en stand-up, que puede estar muy entretenido y hasta con buen rating, pero con cero periodismo y serias sospechas sobre su veracidad. Monólogos –casi siempre interminables– de políticos o funcionarios que cuando se presentan en público hablan y hablan sin que nadie pueda hacerles ni una pregunta. A veces no se entiende nada de lo que dicen, pero es igual porque seguirá sin entenderse, ya que nadie le puede preguntar qué quiso decir. Suelen actuar rodeados de aplaudidores que tampoco entienden lo que dicen, pero actúan como la clac de un circo: aplauden cuando alguien levanta una banderita o un cartel que dice que hay que aplaudir. No hay cartel, pero basta con que uno empiece para que los demás lo sigan.

El stand-up es como el power-point: aguanta todo. El público es amigo y festejará las mentiras como si fueran verdades. Es que en esa ecuación los periodistas y la verdad quedan afuera. Usted ya los conoce: fue el estilo de Fidel Castro, de Juan Perón, de Hugo Chávez, de Nicolás Maduro, del matrimonio Kirchner y de las sabatinas de Rafael Correa. El problema es que ahora la moda del stand-up se está contagiando a los que sí deberían enfrentar las preguntas. (O)