Con algo de cinismo y mucho de realismo, un académico opina que la elección del fraile dominico como presidente del CPCCS es lo mejor que pudo suceder en estos momentos. La mediocridad del individuo, los trapos sucios que van apareciendo en torno a su trayectoria, las irregularidades en los documentos presentados para su postulación y sus destempladas declaraciones añaden argumentos para sostener la necesidad de erradicar ese engendro antidemocrático. No hay, en esta flamante autoridad, huella alguna de un dominico como Francisco de Vitoria, uno de los creadores de la Escuela de Salamanca, a cuyo monumento seguramente nunca habrá prestado atención a pesar de dominar la plaza del convento que dice haber administrado. Bartolomé de las Casas, el dominico que exigía trato humano para los indígenas durante la conquista, debe dar vueltas en su tumba al saber que este señor solamente habla con las personas de su nivel. El dominico que sí aparece, especialmente en su anuncio de exorcizar al país, es el fundamentalista Girolamo Savonarola, quien metafóricamente incendió Florencia y materialmente murió en las llamas que él atizó.
Ciertamente, nadie mejor que una persona de esas características para el cargo de presidente de ese organismo. Porque esa es únicamente la caricatura de una realidad que abarca no solo a ese consejo, sino a nuestra sociedad. No hace falta buscar mucho para comprobar que los valores expresados por él son compartidos por buena parte de la gente, especialmente por la que puebla las redes sociales. La muestra más reciente –y que sigue en plena efervescencia– es la reacción frente a la decisión de la Corte Constitucional sobre el matrimonio igualitario. Por supuesto que un tema como ese debería dar paso a un debate serio y argumentado. Pero este, por ser un hecho social, debería ceñirse únicamente al ámbito de los derechos y de las correspondientes disposiciones jurídicas. Acá ha sido relegado (con escasas excepciones) a los campos de los valores y las creencias individuales y religiosas. Estos son espacios en los que inevitablemente se impone la intolerancia, porque los unos están regidos por los artificios psicológicos que construyen nuestra seguridad individual y los otros por dogmas inapelables. Detrás de los argumentos heredados de pueblos nómadas, mayoritariamente analfabetos que vivieron hace dos o tres mil años, se esconde el predicador que veía el infierno allí donde se producía la maravillosa explosión del Renacimiento.
La incoherencia aparece cuando, por un lado, se cuestiona no solo que lo presida el sacerdote de una iglesia, sino la existencia del consejo porque va en contra del carácter autónomo y espontáneo de la participación social, mientras por otro lado se condena el matrimonio igualitario. Los cuestionamientos se afirman en libertades y derechos, así como en un principio básico que es el carácter laico del Estado. La reprobación se la hace en nombre de creencias, muy respetables por ser valores individuales, pero por eso mismo inservibles para organizar la sociedad. Con valores y creencias en una mano no se puede sostener principios (como la libertad) en la otra. (O)