Aunque no lo reconozca, se puede suponer que hay algo en lo que Nicolás Maduro coincide con Guaidó. Ese algo sería la búsqueda de una salida para él y su círculo más cercano antes de que todo termine de derrumbarse. Aunque ello vaya en contra de sus valores autoritarios y de su cleptomanía, se vería forzado a esa búsqueda por el primitivo instinto de sobrevivencia y por el cálculo racional de sus escasas posibilidades para continuar indefinidamente. Maduro es bastante limitado, pero no lo suficientemente tonto como para ignorar que, dentro de la disyuntiva entre la opción militar y la negociada, esta última es la única que le da posibilidades de ganar algo. La primera, por el contrario, se presenta como claramente desfavorable para él porque es poco probable que, en caso de conflicto abierto, las fuerzas armadas acaten órdenes de carácter represivo y porque, con Trump en la Casa Blanca, no se puede descartar una intervención externa o una acción quirúrgica en Miraflores. Incluso, como tercera razón se puede señalar que la Venezuela de este momento no es precisamente el sitio ideal para disfrutar de la fortuna mal habida (aunque sí lo es para manejar el negocio sucio, pero hay otros sitios en el mundo para hacerlo).

La coincidencia con Guaidó se hace evidente en el cuidado que este ha tenido en la conducción de las protestas masivas. La prudencia del opositor le ha valido el calificativo de timorato por parte de los sectores más radicales de su sector. Ellos esperaban que la acción del 30 de abril, denominada Operación Libertad, culminara con una marcha sobre el palacio presidencial. Pero, una vez comprobado el fracaso de su apuesta, que era la ruptura dentro de las Fuerzas Armadas, un acto de esa naturaleza habría significado echarse a la espalda cientos o incluso miles de muertos. El desconcierto presente entre los militares les habría llevado a inclinarse hacia el más fuerte, que no era precisamente Guaidó. Además había que contar con la activación inmediata de los “colectivos” fuertemente armados y sin noción de lo que significa uso proporcional de la fuerza. Por todo ello, por las gravísimas consecuencias que tendría el enfrentamiento directo, quedó claro que la solución no va por esa vía.

El problema es que tampoco va por la vía del diálogo. Acaba de demostrarse en Noruega, donde ambos lados prefirieron presentar un perfil bajo y señalar desde el inicio la nula confianza que tenían en el procedimiento. Todos los intentos anteriores fracasaron como mecanismos de arreglo, pero fueron exitosos como tanques de oxígeno para Maduro. Volver a la mesa de negociaciones sería repetir esa historia, con mayor desgaste de la oposición y profundización del drama humanitario como resultados inevitables. La solución puede ser similar a la que se aplicó con las dictaduras de varios países africanos o, más cercanamente, para lograr la desmovilización de las FARC en Colombia. Hay que ofrecerles impunidad a Maduro y su camarilla. Es algo que apesta, que repugna, pero vale menos que miles de vidas. (O)