Conocí a Julio César Trujillo en 1976 cuando iniciaba el proceso de retorno al orden constitucional que culminó tres años después. Solía entrevistarlo en el Grand Hotel Guayaquil, recién inaugurado, donde se alojaba cuando visitaba la ciudad.

Era líder del Partido Conservador progresista que poco después se fusionaría con la Democracia Cristiana para dar origen a la Democracia Popular, que llegó al poder con el binomio Roldós-Hurtado, manteniendo su vigencia hasta la caída de Jamil Mahuad.

Podría llamar la atención que Trujillo haya sido conservador, pero la agenda partidista se había tornado reformista, ante la competencia que suponía contender con liberales, socialistas y comunistas, siempre con la guía de la doctrina social de la Iglesia.

Por entonces era un joven entrado en la cuarentena, que generacionalmente compartiría protagonismo con otros políticos como León Febres-Cordero, Rodrigo Borja, Osvaldo Hurtado y el propio Jaime Roldós, que llegarían a la jefatura de Estado.

De su aspecto destacaba el cabello castaño rojizo, sus ojos verdes, y una tez rubicunda, que le valdría el remoquete de “gallo hervido” cuando poco después ejerció como diputado en la entonces Cámara Nacional de Representantes.

Fue un luchador tenaz cuando le tocó ser legislador oficialista en un Congreso de mayoría opositora encabezado por Assad Bucaram, asumiendo la defensa del régimen en un período conmovido por la grave crisis de la deuda externa.

Postuló a la presidencia de la República en 1984 con un modesto resultado producto de la impopularidad del gobierno saliente, que tuvo que adoptar una sucesión de medidas de ajuste económico, afrontando una devaluación monetaria e inflación, sin precedentes en la historia contemporánea.

Caben pocas dudas que hubiera sido un buen presidente, considerando su sólida formación moral e intelectual, y su compromiso de servir a los sectores más vulnerables de la sociedad.

Desencantado con el giro a la derecha de la DP, se retiró del partido en 1997 vinculándose con Pachakutik y, más adelante, convirtiéndose en activista político y defensor de los derechos humanos.

Con el advenimiento del régimen de la Revolución Ciudadana se aisló ante la veleidosidad de sectores de izquierda que apoyaron un proyecto político que no demoraría en su deriva autoritaria y corrupta, que le tocó criticar con altivez y entereza.

Cuando tantos optaron por acomodarse y ser complacientes con el poder, él mantuvo una posición de crítica frontal ante el deterioro de las libertades públicas y la represión de la protesta social.

En aquella hora oscura, cabía endilgarle aquella célebre frase de José Martí: “Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres”.

Su desempeño como presidente del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social Transitorio fue absolutamente clave para la reinstitucionalización del país.

Nos deja como legado autoridades de control, de justicia constitucional y común, independientes, que garantizan la separación de poderes en aras de la plena vigencia del Estado de derecho.

Es símbolo de una transición que le ha devuelto al país su convivencia democrática, poniendo fin a su impúdico secuestro. Merced a su esfuerzo y perseverancia, la mafia culpable queda como una bestia agazapada en su guarida, pronta a sucumbir.

En un Ecuador vaciado de referentes sobre la dignidad y honradez que supone el servicio público, Trujillo ha cumplido al reposicionar el modelo del político probo y ejemplar.

La condolencia no solo a su abnegada esposa, Martha Troya, y demás deudos, sino al país entero que llora y comparte su pérdida.(O)