El Estudio de Actores de Quito ha repuesto la obra teatral El principio de Arquímedes del dramaturgo catalán Josep María Miró, bajo la dirección de León Sierra y con la actuación de Gonzalo Estupiñán, Diego Coral, Miriam Chicaiza y Carlos Páez. Estrenada en 2011, y en Ecuador en 2017, la obra no ha perdido actualidad. El conflicto se centra en la sospecha sobre un profesor carismático de una escuela de natación que ante el miedo de un niño a nadar, aquel lo ha abrazado y le ha dado un beso. La sospecha es que le ha dado un beso en la boca, según el testimonio de una niña. Esto desata los temores de pederastia por parte de los padres y de los colegas del profesor. A rasgos generales me recuerda la película danesa Jagten (La caza o La cacería) del director Thomas Vinterberg, del año 2012. La coincidencia es sorprendente y refleja una preocupación en común. La obra de teatro, en una logradísima adaptación con el habla ecuatoriana, tiene particularidades narrativas que no se pueden pasar por alto, como los saltos temporales que repiten el final y el inicio de las mismas escenas pero ampliando los antecedentes que en la primera exposición quedaban elididos. Es aquí, en este procedimiento temporal, donde está lo mejor de la obra. Aunque el centro de la misma es el miedo de uno de los padres, que en un crescendo imponente termina acorralando al profesor sospechoso, lo más llamativo de la obra no es el tema directo de la pederastia y la homofobia. Es más bien el alcance de la desesperación actual ante la calumnia fácil y la desconfianza exacerbada por la mala prensa y las redes sociales. Pero también la apelación y la crítica al “principio de autoridad” como única medida para la comprensión de un problema: si alguien no ha sufrido en carne propia o no está vinculado, no puede comprender. Es así como el padre de uno de los alumnos –es significativo que no sea el padre del niño en cuestión– le reprocha a la directora, que le pide sensatez, no poder comprender su miedo porque no ha tenido hijos. Ella no quiere revelar que sí lo tuvo, en un ejercicio de discreción ejemplar por defender a su empleado. Sin embargo, una vez desatado el rumor calumnioso, ya no hay marcha atrás. El colega del profesor, que no tiene el mismo carisma del acusado, y aunque sea amigo suyo, da un giro también sumándose a la escalada de sospecha. Cuando lo acusa, el profesor le dice que se lo está reprochando como si lo hubiera estado pensando desde mucho tiempo atrás. Y es aquí donde la obra revela la cuestión fundamental: el moralismo, en su peor vertiente, canaliza rencores ad hominem, es decir, no por la situación en sí, en la que no hay pruebas que demuestren su culpabilidad, sino por atacar al hombre por envidias o celos, aprovechando la oleada contraria a un individuo, encegueciendo el conocimiento de la persona, anulándola bajo un dogma y, sobre todo, un prejuicio. Esta escalada hacia la criminalidad y el ajusticiamiento por mano propia, recuerda el enfrentamiento entre Castellio y Calvino, evocado por Stefan Zweig, ante el ajusticiamiento de Miguel Servet como hereje por el fanatismo religioso de Calvino, a lo que Zweig concluye afirmando: “Matar a un hombre no será nunca defender una doctrina, será siempre matar a un hombre”.

En determinando momento, el padre le pregunta a la directora si ella “pondría la mano al fuego” por el profesor, en el sentido de que le confirme que no sea homosexual. Ella se resiste, porque considera que eso es parte de la vida privada de las personas, y el padre, con su miedo –no comprensible a ese nivel porque no es el padre del niño del conflicto– aplica esa ordalía. Y es que poner la mano al fuego era el procedimiento del llamado “juicio de Dios”, por el que a los acusados de herejía se los perdonaba si es que al poner la mano al fuego no sufrían daños, en señal de que eran inocentes y Dios lo ponía en evidencia. Lo mismo se hacía con los libros acusados de herejía, si estos no se quemaban o, como en el cuadro de Berruguete, titulado La prueba de fuego, se elevaban por encima de las llamas. En tiempos supuestamente laicos, donde ya no existe la Inquisición, esta sigue viva en nuevos fanatismos o nuevas inquisiciones. La prisa, las tendencias de moda, por parte de autoridades pero también por parte de comunidades marginadas o excluidas, incurren en esta absoluta falta de humanidad que solo busca la sanción inmediata, la condena, la exclusión de quienes son críticos o ejercen la autocrítica y fisuran los nuevos dogmas. Exacerban la confrontación, la interpelación y el pedir explicaciones con un fundamentalismo que revela la poca capacidad crítica. Todo pensamiento o creencia que no tolera la autocrítica, que se considera elegida e incuestionable y que se considera el único discurso posible lleva al fanatismo inhumano que no acaba con doctrinas, sino que mata hombres y mujeres, como apunta, desde un caso específico, El principio de Arquímedes. Por supuesto, no basta un resumen de la obra y señalar algunos de sus aspectos. Hay que verla por la originalidad de su construcción que aquí no puedo plasmar, así que no se la pierdan en Quito que este fin de semana serán las últimas funciones en el Estudio de Actores. Vale la pena verla y que sientan esa urgencia en la piel ante los fanatismos contemporáneos, vestidos de viejas tradiciones incuestionables o de nuevos derechos a rajatabla. Terminan pareciéndose cuando quieren arrasar con el diálogo, el consenso y el acuerdo entre hombres libres y sensatos que no pretenden cambiar el mundo de la noche a la mañana. Son unos los que instigan y son otros, sin saber lo que hacen, quienes lanzan las primeras, mortales, piedras.(O)