Es mucho lo que hay que decir sobre el género del cuento en Ecuador. Lo más renombrado de nuestra literatura en el siglo XX tiene que ver con los aportes de nuestras letras a las tradiciones del cuento latinoamericano y occidental. Refresquemos un poco la memoria: Un hombre muerto a puntapiés, el cuento inolvidable y de culto de Pablo Palacio, sale a la luz en 1927. En 1930 se publicó Los que se van, el libro de relatos de Demetrio Aguilera Malta, Joaquín Gallegos Lara y Enrique Gil Gilbert con que zarpa el barco del Grupo de Guayaquil. Otros cuentos esenciales fueron escritos por Alicia Yánez Cossío, César Dávila Andrade, la generación de La bufanda del sol, o Javier Vásconez. La transición al siglo XXI, en mi opinión, la encabezaron Leonardo Valencia y Gabriela Alemán.

No son extraños al cuento ecuatoriano los temas que permanecen en la ignominia y repugnancia de los tiempos. Pienso en la Hidra de Lerna, el monstro mitológico de tantas cabezas que nadaba y guardaba las aguas debajo de las que se ocultaba el inframundo. Como la máscara del Diablo Huma andino, la Hidra permanecía en la frontera entre dos mundos. En distintos niveles, nuestros narradores han estado provistos de esa mirada dual, multidimensional, subterránea y a la vez etérea. Los escritores de la denuncia, como el mismo Jorge Icaza, veían con hastío las contradicciones entre la modernidad y la violencia que ejercían las clases dominantes. Palacio tuvo otras preocupaciones: su Hidra mira hacia las vanguardias, pero también agacha la cabeza en las aguas ominosas de la mente humana.

Pienso que Abril Altamirano y Juan Romero Vinueza están, de algún modo, conscientes de ese legado esencial del género y del futuro que se proyecta y se promete. Quizá por eso, en el año 2015, convocaron a los cuentistas que nacimos en las décadas de los 80 y 90 para conformar la antología Despertar de la Hydra, una indagación en las búsquedas estéticas, temáticas y formales emprendidas por las nuevas voces. El proyecto se publicó en 2017, tras triunfar en una convocatoria del Ministerio de Cultura. Pronto una nueva edición de la antología verá la luz.

Me he tardado en comentar la antología por pudor. Pero comprendo que el hecho de que uno de mis relatos conste en ella no me impide opinar sobre los demás cuentistas. En la generación de los 80, constan algunas de las figuras potentes de nuestra literatura más actual: Sandra Araya, Salvador Izquierdo, Daniela Alcívar Bellolio, Santiago Vizcaíno, María Auxiliadora Balladares, Edwin Alcarás, Silvia Stornaiolo, Luis Borja Corral, Jorge Luis Cáceres, Andrés Cadena o Yuliana Marcillo, entre otros. De esa generación, la voz más joven que destaca, con el brutal y brillante cuento El abrigo de papá, es Edison Paucar, también autor de la cuidada y precisa novela Mientras llega la lluvia.

Resulta muy interesante descubrir las obsesiones comunes a las que se lanzan los escritores nacidos en ambas décadas. Es probable que en esas historias esté la clave que descifra a la literatura ecuatoriana contemporánea, al menos en su corriente más difundida. Carlos Vásconez, autor del prólogo de la antología, lo pone en estos términos: “Al parecer, el destino de las letras ecuatorianas (en cuanto a narrativa se refiere) es un mapa más parecido a un laberinto en línea recta y eterna que a un edén particular donde las flores de múltiples colores y los arcoíris […] son la razón de existir”. Las imágenes más abyectas y desesperanzadas son parte de las apuestas de los novísimos, que narran como quien conoce el poder destructor de la violencia pero sin tenerle miedo al horror. Cuentistas como Andrés López C., Jenniffer Zambrano, Pablo Echeverría y Andrea Armijos demuestran, con creces, que toda imagen repugnante es humana. Al fin y al cabo, los dioses pusieron a la Hidra, tras ser asesinada por Hércules, en el cielo y la que recibe su nombre es, en la astronomía, la más grande de las constelaciones modernas.